viernes, 9 de abril de 2010

LA PESADILLA DEL DOCTOR BOB

Nací en una pequeña municipalidad de Nueva Inglaterra que contaba
alrededor de setenta mil almas. Recuerdo que el nivel moral en ese lugar
era muy superior a la media. No se vendían ni cerveza ni licores en sus
alrededores, salvo en la tienda del Estado, donde era posible comprarlos
siempre y cuando se pudiera comprobar que había una verdadera
necesidad. Si el cliente no podía comprobar tal necesidad, debía
regresarse con las manos vacías, privado de aquello que, más tarde en
mi vida, llegué a considerar como la gran panacea para todos los males
humanos. Aquéllos que recibían el embarque de licor desde Boston o
desde Nueva York eran mal vistos por la mayor parte de los buenos
ciudadanos del lugar. En nuestra ciudad, las iglesias y las escuelas eran
muy numerosas. Fue ahí donde comencé mi formación escolar.
Mi padre ejercía una profesión en la cual era reconocido, y tanto él como
mi madre consagraban mucho de su tiempo a las actividades
parroquiales. Mis dos padres tenían una inteligencia superior a la media.
Desafortunadamente para mí, fui hijo único, lo que quizás generó en mí
el egoísmo, el cual jugó un papel tan importante en la aparición de mi
alcoholismo.
Desde mi infancia hasta el final de mis estudios secundarios, fui mas o
menos obligado a ir a la iglesia. Debía asistir a la escuela de catequismo
y a los servicios religiosos nocturnos, participar los lunes en la
Comunidad de Obras Cristianas y a veces ir también a las reuniones de
oración de los miércoles por la noche. Esto hizo que tomara la resolución
de no volver a poner nunca los pies en una iglesia, apenas me liberase
de la autoridad de mis progenitores. Mantuve mi resolución durante los
cuarenta años siguientes, salvo cuando las circunstancias me dejaban
creer que no era sabio no ir.
Después de la escuela secundaria pasé cuatro años en una de las
mejores universidades del país. Allí, la cerveza parecía ser una de las
más grandes actividades fuera de las aulas. Casi todo el mundo parecía
que bebía. Comencé a beber más y más, y me divertía enormemente, sin
tener problemas de salud o de dinero. Al día siguiente de una parranda
daba la impresión de ponerme en forma más rápido que mis compañeros
que tenían la desgracia (o la fortuna) de despertarse con náuseas. Nunca
tuve un dolor de cabeza y eso me induce a creer que fui alcohólico casi
desde el inicio. Toda mi vida parecía consistir en hacer únicamente lo
que yo tenía ganas de hacer, sin considerar los derechos, los deseos o
los privilegios de los demás; esta actitud se acentuó con el paso de los
años. A los ojos de mis compañeros de bebida, obtuve mi diploma en
grado de summa cum laude" , mas no a los ojos del rector de la facultad.

Durante los tres años que siguieron viajé entre Boston, Chicago y
Montreal, trabajando para una importante compañía manufacturera.
Vendía material ferroviario, motores de gas de toda clase y muchos otros
artículos de maquinaria pesada. Durante esos años bebí cuanto me
permitía mi bolsillo, sin demasiados problemas, aun cuando ya
comenzaba a tener temblores durante las mañanas. No perdí más que
un medio día de trabajo en esos tres años.
Mi próxima decisión fue emprender estudios de medicina; me inscribí
entonces en una de las más grandes universidades del país. Allí
comencé a beber con más ahínco del que había demostrado antes. Por
mi capacidad de beber enormes cantidades de cerveza, fui electo
miembro de una sociedad de bebedores y rápidamente me convertí en
uno de los líderes del grupo. Más de una mañana, camino del aula,
decidía regresar a casa pese a estar preparado, espantado con la idea
de que mis temblores llamaran la atención si me pedían participar en
clase.
Las cosas fueron de mal en peor hasta la primavera de mi segundo año.
Después de un largo período de bebida me dije que podría terminar mis
estudios. Empecé a hacer maletas para irme hacia el sur y a pasar ahí un
mes en un gran finca de un amigo. Cuando comencé a ver más claro, me
dije que mi decisión de abandonar mis estudios había sido muy tonta y
que era mejor regresar. Al volver a la universidad descubrí que la
facultad tenía un punto de vista diferente al mío. Después de muchas
discusiones se me permitió presentarme a los exámenes, que pasé
aceptablemente. Mas los miembros de la dirección estaban disgustados
y me dijeron que la pasarían bien sin mi presencia. Después de muchas
y penosas discusiones, finalmente me dieron el certificado que
demostraba que había pasado los
exámenes y emigré a una de las otras principales universidades del país,
donde entré en aquel otoño como junior" a tercer año.
En esta nueva universidad bebí aun más que antes, hasta que mis
compañeros de la casa donde yo vivía juzgaron imperioso hacer venir a
mi padre. Éste hizo un largo viaje, mas fue en vano que él intentara
corregirme. Su intervención tuvo poco éxito, ya que seguí bebiendo;
consumía aun más bebidas fuertes que antes.
Exactamente antes de los exámenes de mi último año me lancé a un
parranda particularmente grave. En cuanto llegué al salón de exámenes,
mi mano temblaba tanto que era incapaz de asir el lápiz. Entregué tres
hojas en blanco. De inmediato se me pidió ir a la Dirección y el resultado
fue que debía volver a hacer dos semestres y permanecer absolutamente
sobrio, si es que quería graduarme. Lo hice y me comporté de tal modo
que pude satisfacer a la facultad tanto en conducta como en estudios.

Me comporté tan bien en ese tiempo que pude conseguir un puesto muy
codiciado como interno en una ciudad del oeste. Durante los dos años
que pasé ahí tuve tanto trabajo que casi no abandoné el hospital. No
podía meterme en problemas.
Después de estos dos años de internado, abrí un consultorio en el centro
de la ciudad. Tenía algo de dinero, mucho tiempo libre y graves
problemas en el estómago. Pronto descubrí que algunas copas
atenuaban mis dolores gástricos, por lo menos durante algunas horas;
así, no tuve problema para regresar a mi consumo excesivo de otros
tiempos.
Comencé entonces a tener graves problemas de salud. Con la esperanza
de encontrar algún alivio a mis males, ingresé por mi mismo cuando
menos una docena de veces en uno de los sanatorios locales. Me
encontraba ahora entre Escila y Caribdis, porque si no bebía, el
estómago me torturaba y si bebía eran los nervios que me torturaban.
Después de estos tres años de tormento, ingresé al hospital donde ellos
trataron de ayudarme, pero yo lograba que mis amigos me
contrabandearan alcohol hasta ahí, o bien, yo lo robaba dentro del
establecimiento; mi estado se agravaba rápidamente.
Finalmente, mi padre hizo que me visitara un médico de mi ciudad natal,
el que hizo que me regresara a casa. Estuve en cama cerca de dos
meses antes de poder salir. Estuve ahí aun unos meses antes de
retomar mi práctica médica. Creo haberme espantado terriblemente de
aquello que me había acaecido, o de las advertencias del médico, o
ambas cosas; el caso es que no toqué más una copa hasta la época en
que entró en vigor la prohibición.
Cuando fue votada la prohibición, me sentí seguro. Sabía que todos
comprarían unas pocas botellas o algunas cajas de licor, según sus
recursos, y que todo aquello sería consumido muy pronto. Así no podía
entonces hacerme mucho daño si bebía un poco. En ese momento, yo
no sabía que el gobierno permitía a los médicos procurarse alcohol en
cantidad casi ilimitada. Jamás había oído hablar de los traficantes de
alcohol que muy pronto hicieron su aparición. Al principio, bebía
moderadamente, pero me faltó relativamente poco tiempo para
deslizarme entonces a los viejos hábitos, en los cuales las
consecuencias habían sido tan desastrosas para mí.
Durante los pocos años que siguieron, vi crecer en mí dos fobias: El
miedo a no dormir y el miedo de que me faltara alcohol. Como no era yo
rico, sabía que no debía beber en ciertas circunstancias si yo querría
ganar el suficiente dinero para que no me faltara alcohol. Entonces, la
mayor de las veces, no tomaba la copa de la mañana, que tanta falta me
hacía, y la remplazaba por sedantes para calmar los temblores que me

angustiaban. A veces no podía yo evitar sucumbir a beber por las
mañanas pero, en este caso, quedaba yo en condiciones de trabajar sólo
unas pocas horas. Eso reducía mis posibilidades de conseguir alcohol en
casa, lo que significaba que pasaría la noche en vela en mi cama y volver
a padecer los intolerables temblores la mañana siguiente. Durante los
quince años que siguieron, tuve el buen sentido de no asistir al hospital
después de haber bebido y no recibía mas que raramente a pacientes en
mi consultorio, si es que ya había bebido alcohol. Algunas veces me
refugiaba en uno de los clubes de los que era miembro y, a veces, me
aislaba en un hotel donde me registraba bajo un nombre falso. Mis
amigos podían frecuentemente encontrarme y yo aceptaba que me
llevasen a la casa, si me prometían que no me iban a sermonear.
Si mi mujer proyectaba abstenerse por las tardes, me procuraba mucho
alcohol, el cual escondía por todos lados: en el depósito de carbón, en el
cesto de la ropa sucia, sobre los marcos fijos de las puertas, sobre las
vigas del sótano, bajo las duelas del piso. Me servían también de
escondite los baúles viejos y los cofres, los contenedores viejos y las
cenizas de la estufa. Si no me serví de las cajas de agua de los retretes
fue porque pensé que este escondite iba a ser demasiado evidente. Más
tarde descubrí que mi mujer lo inspeccionaba a menudo. Ponía yo una
botella de ocho o doce onzas en guantes de lana y lo lanzaba hacia el
vestíbulo posterior cuando los días de invierno estaban lo
suficientemente oscuros. Mi contrabandista tenía escondido alcohol en
los escalones posteriores a los que yo acudía a mi voluntad. Algunas
veces lo traía en mis bolsillos, pero estos eran inspeccionados y era muy
riesgoso. También lo colocaba en botellas de cuatro onzas en el resorte
de mis calcetines. Esto funcionó bien hasta que un día mi mujer y yo
fuimos a ver a Wallace Beery en Tugboat Annie", pues el filme había
revelado el truco de los calcetines.
No perderé tiempo en relatarles todas mis experiencias en hechos de
hospitales o psiquiátricos.
Durante ese tiempo nuestros amigos nos evitaban. Ya no éramos
invitados a sus casas, pues era seguro que yo me embriagara. Por la
misma razón, mi mujer ya no se atrevía a invitarlos. Mi miedo al insomnio
exigía que yo me emborrachara todas las noches. Para tener alcohol en
la noche, yo tenía que estar sin beber durante el día, al menos hasta las
cuatro de la tarde. Esta rutina duró 17 años casi sin interrupción. Esta era
realmente una horrible pesadilla: Ganar dinero, comprar alcohol, llevar el
alcohol a escondidas a la casa, emborracharme, temblar en las
mañanas, tomar sedantes para poder trabajar y ganar dinero y retomar
eternamente este círculo vicioso. Prometía yo a mi esposa, a mis amigos,
a mis hijos ya no beber, pero no obstante lo sincero que había sido al
prometer, rara vez podía yo mantenerme abstemio hasta la noche.

En el interés de aquellos que gusten de los experimentos, voy a decir
unas palabras de lo que llamo la experimento de la cerveza. Una vez que
esta bebida regresó al mercado, me creí salvado. Podría beber tanto
como quisiera. Esto no tenía peligro, pues ninguna persona jamás se
embriagó al beber cerveza. Entonces llené la bodega de cerveza, con el
permiso de mi buena esposa. Muy pronto, bebía yo cuando menos una
cada y media de cerveza al día. Subí trece kilogramos de peso en
alrededor de dos meses; parecía un puerco y tenía dificultades para
respirar. También me vendí la idea de que el olor de la cerveza
disfrazaba cualquier otro aroma a alcohol; me puse a reforzar la cerveza
con alcohol puro. Obviamente, el resultado fue desastroso y marcó el fin
de mi experimento con la cerveza.
Por esa época más o menos, me encontré en el seno de un grupo de
personas que me atraían por su impresión de calma, de salud y de dicha
que proyectaban. Hablaban con libertad, sin embarazo, cosa que yo
jamás llegué a hacer, y parecían estar a gusto en cualesquier
circunstancia y en plena salud. Mas ahora parecían ser muy felices. Por
mi parte, yo estaba ensimismado y me sentía incómodo la mayor parte
del tiempo, mi salud estaba a punto del colapso y era profundamente
desdichado. Sentía que esas personas tenían algo que me faltaba y que
me sería de un gran socorro. Aprendí que se trataba de algo de carácter
espiritual y eso no me atraía mucho, pero pensaba que tampoco podría
hacerme daño alguno. Pensé mucho en eso a lo largo de los dos años y
medio que siguieron, pero aun continuaba emborrachándome todas las
noches. Leí todo aquello que pude encontrar y hablaba con cualquiera
que pudiese saber algo.
Mi mujer tomó un profundo interés en esto y fue el de ella que sostuvo al
mío, aunque nunca hubiese supuesto que hubiera podido constituir una
respuesta a mi problema de beber. No sabré jamás como mi mujer
habría podido conservar su fe y su coraje durante todos esos años, pero
de hecho los conservó. Si así no hubiese sido, es seguro que yo estaría
muerto desde un largo tiempo atrás. No sé como, nosotros los
alcohólicos parece que poseemos el don de descubrir a las mejores
mujeres del mundo. Porque ellas deben sufrir las torturas que les
infligimos. Es una cosa que no llego a explicarme.
En torno a esta época, una señora llamó a mi mujer un sábado por la
noche, diciéndole que deseaba que yo fuese con ella para encontrarme
con un amigo suyo el cual quizás podría ayudarme. Era la víspera del
Día de las Madres y yo había vuelto a casa ebrio, llevando una enorme
planta en un florero que puse bajo la mesa e inmediatamente después
salí de esa estancia y me fui a mi lecho. Al día siguiente la señora llamó
de nuevo. Queriendo ser educado, aunque me sentía muy mal le dije:
«Está bien, vamos» pero le arranqué a mi mujer la promesa que no
permaneceríamos más de un cuarto de hora.

Entramos en aquella casa a las cinco exactas y era las once y cuarto
cuando salimos a la calle. Tuvo sucesivamente dos breves
conversaciones con ese hombre, después bruscamente cesé de beber.
Este período de abstención duró cerca de tres semanas; después recaí
en Atlantic City por participar en un congreso que había durado varios
días, de una sociedad nacional de la cual era yo miembro. Bebí todo el
whisky que había arriba del tren y compré varias botellas para llevarlas a
mi hotel. Era un domingo. Esa noche me emborraché, pero permanecí
sobrio el lunes después de la cena y entonces comencé a
emborracharme. Bebí todo aquello que pude encontrar en el bar y
después salí hacía mi cuarto para proseguir. El martes comencé a fines
de la mañana y al mediodía estaba ya en un estado deplorable. No
queriendo perder la cara del todo, pagué la cuenta y dejé el hotel.
Compré licor en el camino a la estación. Debía esperar mucho tiempo al
tren. Después de eso ya no recuerdo nada hasta el momento en que me
despertaba en la casa de un amigo en una ciudad no lejana a mi hogar.
Estas buenas personas avisaron a mi mujer quien mandó a mi nuevo
amigo por mí. Vino él y me llevó a casa, me hizo que me metiera en la
cama, me dio algo de beber aquella noche y una botella de cerveza a la
mañana siguiente.
Era el 10 de junio de 1935 y fue esta la última copa. Al momento en que
escribo esto han pasado cuatro años desde aquel día.
La pregunta que naturalmente podía surgir en vuestra mente es esta:
«¿Qué diferencia está tras aquello que ese hombre dijo o hizo y aquello
que otros os habían dicho o hecho?» Es necesario recordar que yo había
leído mucho y hablado con todos aquellos que sabían o creían saber
algo en materia de alcoholismo. Pero esta vez me encontraba frente a un
hombre que vivió los largos años la espantosa experiencia de beber, que
había conocido todas las experiencias por las cuales pasa el bebedor
pero que habían sido curadas con los mismos medios que yo había
tratado de usar, esto es con los principios espirituales. El me dio
información sobre el alcoholismo que me fue ciertamente útil. Pero
bastante más importante fue el hecho que él fue el primer ser humano
con el cual hubiese yo hablado, que sabía por experiencia personal
aquello que decía cuando hablaba de alcoholismo. En otras palabras, él
hablaba mi mismo idioma. El conocía todas las respuestas y ciertamente
no por haberlas leído en alguna parte.
Es un maravilloso don, inmensamente grande, ese de haberme liberado
de la terrible maldición que me había condenado toda la vida. Mi salud es
ahora buena y yo he vuelto a encontrar el respeto de los míos y el
respeto de mis colegas. Mi vida familiar es ideal y mis negocios van bien
por cuanto es posible en estos tiempos inciertos.

Paso gran parte de mi tiempo transmitiendo eso que he aprendido a los
que lo deseen y que tengan una gran necesidad.
Lo hago por cuatro motivos:
1. Por un sentido del deber.
2. Porque es para mí un placer.
3. Porque al hacerlo así pago mi deuda de gratitud hacia quien
gastó su tiempo para transmitirme su mensaje.
4. Porque cada vez que lo hago me aseguro una mayor garantía
contra una posible recaída.
Diversamente de la mayor parte de nuestros miembros, yo no pude
liberarme del deseo obsesivo del alcohol durante los primeros dos años y
medio de abstinencia. Me acompañó casi siempre. Mas nunca estuve en
el punto de ceder. Me sentía terriblemente infeliz cuando veía a mis
amigos beber y saber que yo no podía hacer lo mismo. Pero pude llegar
a convencerme que una vez tuve el mismo privilegio, mas abusé de él
tan terriblemente que el mismo me fue arrebatado. Por eso no tengo
razón en lloriquear por esto, ya que, después de todo, nadie tuvo que
atarme para vaciar en mi garganta el alcohol.
Si usted piensa ser un ateo, un agnóstico, un escéptico o si tiene una
especie de orgullo intelectual que le impida aceptar lo que este libro
contiene, lo lamento por usted. Si aun piensa el ser lo suficientemente
fuerte para vencer solo la partida, eso es asunto vuestro. Pero si
realmente y sinceramente siente tener necesidad de una ayuda, creemos
tener una respuesta para usted. Ella no falla nunca, si usted pone la
mitad del celo que ha mostrado sólidamente cuando se trata de
procurarse otra copa.
¡Vuestro Padre Celestial jamás os abandonará!

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