viernes, 9 de abril de 2010

CAPITULO I: LA HISTORIA DE BILL

La fiebre de la guerra estaba en su apogeo en aquel pueblo de Nueva
Inglaterra al cual habíamos sido asignados nosotros, los jóvenes oficiales
procedentes de la ciudad de Plattsburg, y nos sentíamos elogiados
cuando los primeros vecinos en recibirnos nos llevaban a sus casas y
nos hacían sentir héroes. Estaban aquí, pues, el amor, el triunfo , la
guerra; momentos sublimes salpicados de los intervalos más dichosos.
Era yo, finalmente, parte de la vida y en medio de la alegría, descubrí el
licor. Me olvidé de las enérgicas advertencias y de los prejuicios de mi
familia en lo que se refería a beber. Llegado el momento zarpamos hacia
ultramar. Me sentí muy solo y de nuevo acudí al alcohol.
Desembarcamos en Inglaterra y visité la Catedral de Winchester. Muy
conmovido me salí a caminar. Mi atención fue atraída por una leyenda
grabada en la lápida de una tumba:
Aquí yace un granadero de Hampshire
Quien pasó a la otra vida
Porque bebía bastante cerveza
Un viejo soldado nunca es olvidado
Haya muerto por mosquete
O por el tarro.
Ahí estaba una severa advertencia que yo no supe tomar en cuenta.
Una vez que regresé al país, a los veintidós años, era ya un veterano de
guerra en el extranjero. Fantaseaba yo con mis cualidades de jefe: los
hombres de mi batallón ¿acaso no me habían ya dado un testimonio de
su particular aprecio por mí? Mi talento para ser líder me iba a colocar a
la cabeza de enormes empresas que dirigiría yo con la más grande de
las seguridades.
Asistí a un curso nocturno de derecho y, posteriormente, obtuve un
empleo como investigador en una compañía aseguradora. La carrera

hacia el éxito ya había comenzado. Iba a demostrar al mundo entero que
yo era alguien. Mi trabajo me llevó a Wall Street y, poco a poco, me fui
interesando en el mercado de valores. Había muchos que perdían dinero,
pero otros hacían fortunas. ¿Por qué yo no?
Estudiaba economía y ciencias de la administración, además de derecho.
Por mi propensión al alcohol casi reprobé mi curso de derecho. Me
presenté a uno de los exámenes finales, tan borracho para escribir como
para pensar. Aunque en esta época no bebía yo de manera continua, mi
esposa ya se mostraba muy inquieta. Teníamos largas conversaciones
durante las cuales intentaba yo tranquilizar sus presagios diciéndole que
los hombres geniales habían tenido sus mejores ideas bajo el efecto del
alcohol; que las más sublimes teorías filosóficas habían nacido de la
misma manera.
Cuando finalizó mi curso de derecho, yo sabía ya que no estaba hecho
para esta disciplina. Estaba envuelto por el torbellino de Wall Street. Los
amos de las finanzas y del mundo de los negocios eran mis héroes.
Mezclando el alcohol con la especulación financiera, empecé a forjar el
bumerán que un día se volvería en mi contra y me haría pedazos. Como
vivíamos en forma modesta, mi mujer y yo habíamos economizado 1 000
dólares. Este dinero nos sirvió para comprar unas acciones de muy poca
demanda y que tenían un buen precio. Tenía yo razón al pensar que
algún día estas acciones llegarían a tener mucho valor. No había yo
podido convencer a mis amigos de la Bolsa para que me enviaran a
investigar acerca de la administración de fábricas y de otras empresas;
sin embargo, mi esposa y yo decidimos ir de cualquier forma. Estaba yo
plenamente convencido de que la gente perdía dinero en la Bolsa debido
a su ignorancia sobre los mercados. Más tarde, yo encontraría muchas
razones más.
Dejamos nuestros empleos para ir a la aventura a bordo de una
motocicleta en cuyo remolque colocamos una tienda de campaña,
cobijas, ropa para cambiarnos y tres voluminosos anuarios sobre
referencias bursátiles. Nuestros amigos nos decían que estábamos locos
de atar y quizá sí tenían razón. Gracias a algunas especulaciones de
suerte, teníamos un poco de dinero de sobra; sin embargo, una vez
tuvimos que trabajar en una granja durante un mes, para evitar gastarnos
ese pequeño capital. Por mucho tiempo, yo no tendría otro trabajo
manual honesto como éste. En un año ya habíamos recorrido toda la
parte oriental de los Estados Unidos. Los informes que había yo enviado
a Wall Street durante este tiempo me significaron a mi regreso una
posición destacada, así como la posibilidad de disponer de una generosa
cuenta de gastos. Otra transacción" afortunada en ese año me
proporcionó fondos adicionales que se tradujeron en una utilidad de
varios miles de dólares.

En el curso de los años siguientes, la suerte me trajo dinero y triunfos. Ya
había yo llegado". Numerosos eran aquéllos que adoptaban mis ideas y
se fiaban de mi juicio en esta danza de millones de dólares. La gran ola
de prosperidad del final de la década de los veintes estaba en su
cúspide. El tomar una copa se había convertido en una cosa importante
para mí. En los salones donde se tocaba jazz, el parloteo era altísimo.
Todos gastaban miles de dólares y se hablaba en términos de millones.
De los demás, yo me burlaba. Yo me había hecho de una multitud de
amigos de los buenos tiempos.
Mi consumo de alcohol aumentó seriamente. Bebía constantemente
durante el día y casi todas las noches. Los reproches de mis amigos
generaron disputas y me encontré solo de nuevo. Hubo numerosas
escenas desdichadas en nuestro suntuoso apartamento. Jamás le había
sido yo infiel a mi mujer debido a mi lealtad hacia ella, lealtad a menudo
respaldada por mi estado extremo de embriaguez que me mantuvo
alejado de estas andanzas.
En 1929 se apoderó de mí la fiebre del golf. Me fui enseguida al campo
con mi mujer para que aplaudiera, mientras que yo trataba de superar las
hazañas de Walter Hagen. El alcohol me atrapó mucho más rápido de lo
que hubiese yo podido vencer a Walter Hagen. Comencé a tener
temblores por las mañanas. El golf era una oportunidad para beber todos
los días y todas las noches. Experimentaba un gran placer en pasear a
bordo del coche por los campos del selecto club que tanto me había
impresionado cuando era joven. Ya usaba el magnífico abrigo que
usaban los afortunados. El banquero de mi localidad me observaba
depositar cheques de gran denominación con un divertido escepticismo.
Entonces, en octubre de 1929 se desencadenó un infierno en la Bolsa de
Valores de Nueva York. Después de uno de esos infernales días, iba yo
titubeante del bar de un hotel a las oficinas de la correduría. Eran las
ocho de la noche, cinco horas después de haber cerrado el mercado.
El telégrafo aún estaba funcionando. Me quedé observando un pedazo
de papel sobre el cual aparecía la inscripción XYZ- 32. En la mañana se
había cotizado en 52. Estaba yo arruinado al igual que varios de mis
amigos. Los diarios informaban acerca de personas que se habían
suicidado lanzándose de lo alto de las torres de la Bolsa. Esa situación
me provocó un disgusto. Pero yo no iba lanzarme. Me regresé al bar. Mis
amigos habían perdido muchos millones desde las diez de la mañana,
así pues ¿qué había de malo? Ya mañana sería otro día. A medida que
estaba bebiendo, mi antigua y tenaz determinación por ganar regresó a
mí.
Al otro día por la mañana le llamé a un amigo en Montreal. A él le había
quedado mucho dinero y era de la opinión de que mejor debía irme al
Canadá. En la primavera siguiente, mi mujer y yo ya llevábamos de

nuevo nuestro tren de vida habitual. Me sentía tal como Napoleón a su
regreso de la Isla de Elba. ¡Nada de una Isla de Santa Helena para mi,
eh! Pero la bebida me atrapó de nuevo y mi generoso amigo tuvo que
dejarme ir. Esta vez nos íbamos a quedar sin dinero.
Nos fuimos a vivir a la casa de mis suegros. Encontré un empleo y lo
perdí como resultado de una pelea con un taxista. Misericordiosamente,
no hubo nadie que pudiese adivinar que yo iba a estar sin trabajo durante
cinco años, o que iba a permanecer casi siempre ebrio durante todo ese
lapso. Mi esposa empezó a trabajar en una tienda de departamentos.
Llegaba a casa muy cansada sólo para verme borracho. En las firmas de
correduría me convertí en un parásito indeseable.
El licor dejó de ser un artículo de lujo para convertirse en una necesidad.
Dos o a veces tres botellas de ginebra de contrabando al día llegaron a
ser mi ración habitual. De tiempo en tiempo, alguna transacción pequeña
me dejaba algunos cientos de dólares; era entonces cuando iba a pagar
a los bares y las tiendas de abarrotes. El mismo ciclo se repetía sin
cesar. Posteriormente, empecé a despertar muy temprano en la
madrugada sacudiéndome con violentos temblores. Tenía que beber
cuando menos un vaso grande de ginebra y seis botellas de cerveza
para poder estar en condiciones de desayunar. Pero, con todo esto, yo
estaba convencido de poder controlar la situación y atravesaba por
períodos de sobriedad que le devolvían la esperanza a mi esposa.
Las cosas empezaron a deteriorarse poco a poco. La casa fue
embargada por el poseedor de la hipoteca, murió mi suegra y mi mujer y
mi suegro enfermaron.
Fue entonces que un prometedor negocio se me presentó. Las acciones
estaban en su nivel más bajo en el año de 1932, y de alguna manera yo
tenía a un grupo de compradores. Se me iba a dejar una parte generosa
de las utilidades. Pero entonces una tremenda borrachera me hizo perder
esa oportunidad.
Este golpe me abrió los ojos. Tenía que parar. Me di cuenta de que no
podía beber ni una sola copa. Estaba yo liquidado para siempre. Hasta
esa fecha había yo hecho una gran cantidad de bellas promesas; sin
embargo, mi esposa pensó que esa vez sí hablaba yo en serio. Y
efectivamente, hablaba yo en serio.
Un poco después regresé ebrio a casa. No había podido resistir. ¿Qué
había pasado con mis grandes resoluciones? No tenía yo la más mínima
idea. No habían llegado a mi mente. Alguien, alguien me había ofrecido
un trago y yo lo bebí. ¿Es que estaba yo loco? Empecé a preguntármelo,
pues tan asombrosa inconsistencia parecía confirmarlo.

Con una renovada resolución intenté de nuevo. Después de un cierto
tiempo, la confianza que había yo adquirido comenzó a cederle su lugar
a la presunción. ¡Ya podía darle la espalda a las cantinas y al alcohol. Ya
tenía de ahora en adelante lo que me hacía falta! Un día entré a un bar
para hacer una llamada. En un corto tiempo estaba yo golpeteando sobre
la barra y preguntándome cómo había ocurrido. Cuando el whisky se me
fue a la cabeza me dije que para la siguiente ocasión controlaría mejor
las cosas, pero por lo que hacía a ese momento lo mejor era
emborracharse. Y así lo hice.
Jamás podré olvidar el remordimiento, el terror y la desesperación que
volví a sentir en las primeras horas de la mañana. No tenía el coraje para
combatir. No alcanzaba a controlar mi agitada cabeza y tenía el
sentimiento de una inminente catástrofe. Con trabajos me atreví a cruzar
la calle para no caerme y ser arrollado por un camión. Apenas había un
poco de luz de día. Un lugar que funcionaba toda la noche me surtió con
una docena de vasos de cerveza. Finalmente, mis crispados nervios se
calmaron. Al leer el diario de la mañana me enteré de que el mercado de
valores nuevamente se había ido a pique. Lo mismo que yo. El mercado
de valores se iba a recuperar, pero yo no. Esta última idea me dañó
mucho. ¿Suicidarme? No. Ahora no. Una neblina mental se asentó. Ya la
ginebra se encargaría de eso. Dos botellas más y... el olvido.
El cuerpo y la mente son unas máquinas prodigiosas, pues los míos
resistieron esta agonía por dos años más. A veces, cuando el terror y la
locura de la mañana se apoderaban de mí, robaba algo de dinero del
pobre portamonedas de mi esposa. De nuevo, tambaleándome y
vacilando ante una ventana abierta, o ante el botiquín de medicinas
donde había veneno, maldiciéndome por ser un cobarde. Mi esposa y yo,
buscando huir de esta situación, salíamos de viaje al campo y de regreso
a la ciudad. Llegó entonces la noche en que la tortura física y mental era
tan infernal que temí suicidarme lanzándome a través de la ventana,
haciéndola añicos. De alguna manera pude arrastrar mi colchón a un
piso inferior, para el caso de que saltara por la ventana. Un médico vino a
administrarme sedantes poderosos. Al día siguiente ya estaba yo
mezclando licor con los calmantes. Esta combinación en breve tiempo
me llevó al punto de crisis. Las personas temían por mi salud mental. Y
también yo. Cuando bebía, no comía nada, o casi nada. Me faltaban
cuarenta libras para llegar a mi peso normal.
Gracias a la bondad de mi madre y de mi cuñado médico, fui admitido en
un hospital reconocido en todo el país por su programa de rehabilitación
física y mental para alcohólicos. Bajo los efectos de un tratamiento con
belladona, se aclaró mi mente. La hidroterapia y los ejercicios ligeros me
hicieron bien. Pero lo mejor de todo fue que me topé con un médico
comprensivo. Me explicó que aunque indudablemente egoísta y estúpido,

yo había estado
mentalmente.
seriamente
enfermo
tanto
del
cuerpo
como
Me consoló un poco el saber que, para los alcohólicos, la voluntad es
asombrosamente débil cuando se trata de combatir el alcohol, sin
importar lo fuerte que pueda ser para otros asuntos. Encontraba yo al fin
una explicación a mi comportamiento increíblemente en desacuerdo con
mi intenso deseo de dejar de beber. Comprendiendo al fin mi condición,
me fui lleno de esperanzas. Durante tres o cuatro meses, el optimismo
me daba alas. Iba yo a la ciudad en forma regular y hasta gané algo de
dinero. El conocimiento de uno mismo: era ahí donde seguramente
estaba la respuesta.
Ésta no era la respuesta, pues llegó el terrible día en que bebí de nuevo.
Mi salud moral y física se fue al precipicio. Después de cierto tiempo
regresé de nuevo al hospital.
Tuve la impresión de que era el fin, la caída del telón. Mi pobre esposa,
extenuada y desesperada, fue advertida acerca de mi estado. Moriría yo
de una falla cardiaca durante una crisis de delirium tremens o, bien, me
afectaría un caso de impregnación etílica del cerebro, quizás en el curso
de un año. En breve fecha ella estaría decidiendo si me confiaba al
cuidado de las pompas fúnebres o a un hospital psiquiátrico.
No fue necesario que me lo dijeran. Yo lo sabía y estaba casi feliz. Era
un golpe mortal asestado a mi orgullo. Héme ahí, yo, que tenía una
opinión tan alta de mí mismo, de mis aptitudes y de mi capacidad para
salvar obstáculos, estaba totalmente derrotado. Iba ahora a hundirme en
la oscuridad, uniéndome a la interminable fila de ebrios que me habían
precedido. Pensé en mi desdichada esposa. Sí, había existido mucha
felicidad, después de todo. Qué no haría yo por restablecer nuestra
dañada relación matrimonial. Pero en este punto ya era demasiado tarde.
No tengo palabras para describir la soledad y la desesperación que viví
en esa amarga negrura de la conmiseración de mí mismo. Tenía la
sensación de estar rodeado de arenas movedizas. Eran más fuertes que
yo; estaba vencido; el alcohol era mi dueño.
Cuando, todo tembloroso, salí del hospital, era un hombre derrotado. El
miedo me hizo dejar de beber temporalmente. Un poco después, en la
celebración del Armisticio de 1934, la insidiosa aberración de esa primera
copa se volvió a apoderar de mí, y una vez más volví a empezar. Ya
todos se habían hecho a la idea y aceptaban la certera eventualidad de
mi internamiento o de mi final desdichado. ¡Qué oscuro es todo antes de
la aurora! De hecho, estaba viviendo el principio de mi debacle final. Yo
estaba seguro del hecho de ser lanzado hacia aquello que me gustaba
llamar la cuarta dimensión de la existencia. Iba a descubrir la dicha, la

paz y una razón de ser, gracias a un modo de vida que se revela
increíblemente más maravilloso, día con día.
Una de esas tristes tardes de finales del mes de noviembre, tomé un
vaso y me senté en la cocina. Estaba bastante contento de pensar que
había suficiente ginebra escondida en la casa para poder pasar la noche
y el día siguiente. Mi esposa estaba trabajando. Yo me preguntaba si
sería capaz de atreverme a esconder una botella cerca de la cabecera de
nuestra cama. La iba a necesitar antes de que amaneciera.
Mis sueños fueron interrumpidos por el teléfono. Con una voz llena de
buen amor, un antiguo compañero de escuela me preguntaba si podría
pasar a visitarme. Estaba sin beber. No recordaba que él hubiese venido
a Nueva York en ese estado desde hacía años.
Yo estaba asombrado. Corría el rumor de que había sido internado en un
hospital por locura alcohólica. No podía dejar de preguntarme cómo
había hecho para escaparse. Bueno, de seguro, cenaría en casa y
entonces podría yo beber en su compañía sin tener que esconderme.
Muy poco cuidadoso de su bienestar, yo sólo pensaba en recapturar el
espíritu de otros días. Alguna vez fletamos un avión ¡para completar una
juerga! Su llegada iba a ser un oasis en este temible desierto en el que
nada parecía funcionar. Sí, así era ¡un oasis! Así son los alcohólicos.
Cuando le abrí la puerta, le vi la piel fresca y el semblante brillante. Había
algo de particular en su mirada. Era diferente, pero sin que pueda yo
explicar por qué. ¿Qué le habría ocurrido?
Le extendí un vaso a través de la mesa. Lo rechazó. Desilusionado, pero
con mucha curiosidad me preguntaba yo qué le había ocurrido. Ya no era
el mismo.
Vamos, vamos. ¿Qué pasa? pregunté.
Me miró derecho a los ojos. Y, en forma sencilla pero sonriente, me dijo:
Ya tengo religión.
Me quedé petrificado. Conque eso era: El año anterior un alcohólico
enloquecido; ahora, sospechaba yo, algo intoxicado de religión. Tenía
esa mirada de ojos encendidos. Sí, el compañerito estaba de nuevo
emocionado con algo. ¡Bueno, pues que Dios lo bendiga y que se ponga
a predicar! Además, mi ginebra iba a durar más que su sermoneo.
Pero no predicó. En poco tiempo me platicó cómo dos hombres se
habían presentado ante un tribunal y habían convencido al juez para que
no lo enviara a prisión. Ellos habían comentado acerca de una idea

religiosa simple y de un programa de acción para poner en práctica. Eso
había ocurrido dos meses atrás y el resultado era elocuente: ¡funcionaba!
Él había llegado para beneficiarme con su experiencia, si es que yo lo
deseaba. Estaba aturdido, pero sí me interesé. ¡Claro que me interesaba!
Y no podía ser de otra manera, ya que no tenía remedio.
Habló durante horas. Los recuerdos de mi infancia llegaban a mi mente.
Me parecía escuchar, como en aquellos domingos apacibles, la voz del
predicador que me llegaba de lejos hasta la colina donde yo estaba
sentado; estaba ahí el juramento de no beber vinos ni otros licores que
nunca firmé; el desprecio moderado de mi abuelo hacia algunos
adoradores y sus actos; su insistencia en que las esferas celestiales
tenían música; mas su negativa al derecho del predicador de decirle a él
cómo debía escuchar tal música y cómo hablaba sin temor alguno de sus
convicciones justamente antes de morir; todos esos recuerdos afloraron
a la superficie. Tenía yo la garganta reseca.
Volví a pensar en ese día de la guerra en que visité la Catedral de
Winchester.
Siempre había creído en un poder superior a mí mismo. Siempre había
reflexionado sobre estas cosas. No era ateo. Pocas gentes lo son
realmente, pues el ateísmo implica una fe ciega en la hipótesis extraña
de que este universo ha salido de la nada y va hacia la nada. Mis héroes
intelectuales, los químicos, los astrónomos, aun los evolucionistas
suponían que grandes leyes y grandes fuerzas regían este mundo. A
pesar de pruebas contrarias, me quedaban pocas dudas de que un
motivo y un orden poderosos regían ese mundo. ¿Cómo podrían existir
tantas leyes precisas e inmutables sin que hubiese la intervención de
alguna forma de inteligencia? No podía hacer otra cosa que creer en un
Espíritu del universo, el cual no conocía ni tiempos, ni límites. Pero era
hasta ahí adonde yo había llegado.
Es así que me alejé de los ministros religiosos y del mundo de la religión.
En cuanto se me hablaba de un Dios personal, de un Dios que era amor,
dirección y fuerza suprahumanos, me irritaba y mi mente se cerraba de
golpe contra tal teoría.
A Cristo le concedía yo el valor de ser un gran hombre, cuyos discípulos
no lo habían seguido fielmente. Sus enseñanzas morales, excelentes.
Por mi parte, me había quedado con los principios que me parecían
prácticos y que no eran demasiado exigentes; y el resto lo deseché.
Las guerras que se habían peleado, los incendios y las trampas que la
controversia religiosa había provocado me enfermaban. Me preguntaba
sinceramente si, en su totalidad, las religiones del mundo tendrían algo

de bueno. Eso era por lo que yo había visto en Europa y después, el
poder de Dios en los actos humanos era insignificante, la Fraternidad
entre los Hombres era una farsa trágica. Si existía el diablo, él parecía
ser el dueño del mundo y de los destinos humanos y, cosa cierta, era mi
dueño.
Pero mi amigo, sentado frente a mí, declaró a quemarropa que Dios
había hecho por él lo que él nunca pudo hacer para sí. Su voluntad de
ser humano había fracasado. La medicina lo había declarado como
irrecuperable. La sociedad se estaba apresurando a encerrarlo. Así como
yo, él había admitido su derrota total. Más tarde, literalmente, había
resucitado de entre los muertos, repentinamente sacado del fondo más
bajo hacia un nivel de vida mejor que él hubiese jamás conocido.
¿Habría surgido esta fuerza de él mismo? No, claro que no. No había
habido en él más fuerza que la yo hubiese tenido en ese momento; y
esto era nada, nada en absoluto.
Me cayó aquello como una tonelada de ladrillos. Empecé a creer que las
personas con religión habían tenido quizás la razón, después de todo.
Había ocurrido algo en el corazón de un hombre y este algo había
logrado lo imposible. Mi opinión acerca de los milagros había sido de
súbito reexaminada. Poco importaba el tiempo lejano: tenía ante mí, al
otro lado de la mesa, a un milagro viviente. Él aportaba un suceso
extraordinario.
Vi que mi amigo estaba mucho más que readaptado psicológica mente.
Sus raíces habían llegado hasta un suelo nuevo. A pesar de su ejemplo
viviente, me quedaban aún vestigios de mis viejos prejuicios. La palabra
Dios aún causaba en mí una cierta antipatía. Una vez que fue expresada
la idea de que podría existir un Dios personal que se ocupase de mí, mi
antipatía se intensificó. La idea no me agradaba. Podría aceptar ciertas
concepciones tales como de una Inteligencia Creadora, de una Mente
Universal o del Alma de la Naturaleza, pero me resistía al concepto de
Emperador de los Cielos, no obstante lo amable que su dominio pudiese
ser. Desde entonces he platicado con infinidad de personas que
pensaban como yo.
Mi amigo hizo una sugerencia que me pareció novedosa: ¿Por qué no
seleccionas por ti mismo tu propia concepción de Dios?"
Su proposición me golpeó el corazón. Sentí que se derretía la montaña
glacial de los prejuicios intelectuales a la sombra de los cuales yo había
temblado por años y años. Al fin, volvía yo a encontrar el sol.
Se trataba solamente de estar dispuesto a creer en un Poder Superior a
mí mismo. No tenía que hacer nada más para comenzar. Vi que el

crecimiento podría iniciar a partir de ese punto. Al adoptar una actitud de
completa buena voluntad, podría yo conocer el cambio que veía en mi
amigo. ¿Lo lograría? ¡Claro que lo lograría!
Es de esta manera que he llegado a convencerme de que Dios se ocupa
de los hombres, cuando lo deseamos con todo el corazón. Al fin veía,
sentía, creía. Capas y capas de orgullo y de prejuicio caían de mis ojos.
Un nuevo mundo aparecía ante mi vista.
Repentinamente comprendí el verdadero significado de la experiencia de
la catedral. Por un instante yo había tenido necesidad de Dios y Lo había
querido. Tímidamente yo había querido que estuviese allí y Él había
venido. Pero muy pronto el sentimiento de su presencia había sido
sofocado por los clamores del mundo, sobre todo aquéllos que se
elevaban dentro de mí. Y así había sido desde entonces. ¡Qué ciego
había estado!
En el hospital me separé del alcohol por última vez. El tratamiento
parecía ser el indicado, ya que yo mostraba síntomas de delirium
tremens.
Después, yo me ofrecí humildemente a Dios, tal como lo concebí, Le
pedí que dispusiese de mí como Él lo deseara. Me puse sin reservas
bajo Su cuidado y dirección. Admití por vez primera que por mí mismo yo
no era nada; que sin Él estaba yo perdido. Sin reservas encaré mis
pecados y estuve de acuerdo en que mi nuevo Amigo los extirpase.
Desde entonces jamás he vuelto a beber.
Mi antiguo compañero de escuela me vino a visitar y le hice saber todos
mis problemas y todas mis deficiencias. Hicimos la lista de personas a
quienes en alguna forma yo les hubiese causado un daño o hacia
quienes yo nutría rencores. Me mostré enteramente dispuesto a
encontrar a esas personas y a admitir mis errores, sin jamás juzgarlas.
Yo iba a corregir todos mis errores lo mejor que pudiese.
Debía poner a prueba mi pensamiento mediante la conciencia de la
presencia de Dios en mí. El sentido común iba a ser sustituido por la guía
divina. ¿Cómo? Cuando tuviese dudas, me sentaría tranquilamente y
pediría solamente que me fuesen dadas la fuerza y la luz para atender
mis problemas en la forma en que Dios lo quisiese. Jamás debería rezar
para mí, sino para pedir ser más útil a los demás. Solamente así podría
esperar ser correspondido. Pero, en tal caso, sería correspondido
abundantemente.
Mi amigo me prometió que cuando se realizaran estas cosas, viviría yo
un nuevo género de relación con mi Creador; que tendría en mis manos
los elementos de un modo de vida que traería la solución a todos mis

problemas. Esencialmente, era suficiente creer en el poder de Dios y
estar dispuesto, con toda humildad y con toda honestidad, a establecer y
a mantener este nuevo orden de cosas.
Simple, pero no sencillo; un precio habría de pagarse. Aquello significaba
la destrucción de mi egocentrismo. Debía de poner todas las cosas en
manos del Padre de la Luz que reina sobre todos nosotros.
Estas proposiciones eran a la vez que radicales, revolucionarias; pero, a
partir del momento en que las hube aceptado, el efecto fue electrizante.
Tuve una impresión de victoria, seguida por una sensación de paz y
serenidad como jamás la había experimentado. Tenía una confianza
plena. Me sentí transportado, tal como si el tonificante viento fresco de
las montañas me hubiese envuelto. A la mayoría de los seres humanos,
Dios se le manifiesta poco a poco, pero Su encuentro conmigo fue
repentino y profundo. Durante un cierto tiempo me sentí inquieto; llamé a
mi médico amigo para preguntarle si él creía que yo aun estuviese sano
de la mente. Asombrado, escuchaba lo que yo le contaba.
Finalmente, y sacudiendo su cabeza, me dijo: Algo ha llegado a ti que no
alcanzo a comprender. Pero es preferible que te aferres a ello. No
importa lo que sea, pero es mejor que el estado en que te encontrabas."
Al día de hoy, este buen doctor tiene a menudo la oportunidad de
encontrar pacientes que desarrollan experiencias como la mía. Él sabe
que son verdaderas.
En mi cama del hospital me asaltaba el pensamiento de que habría miles
de alcohólicos desesperados que estarían felices de beneficiarse con
aquello que me había sido dado de manera tan gratuita. Quizás pudiese
ir en auxilio de algunos. A su vez, ellos podrían acudir en auxilio de otros.
Mi amigo había insistido sobre la absoluta necesidad de poner en
práctica estos principios en todos los aspectos de mi vida. Era necesario,
sobre todo, tratar de ayudar a otros alcohólicos tal como él lo había
hecho conmigo. La fe sin obras es una fe muerta, me decía. ¡Qué
importante es esto para los alcohólicos! Puesto que si un alcohólico se
descuida en enriquecer y perfeccionar su vida espiritual con el trabajo y
la dedicación hacia los demás, no podrá superar las pruebas y las
depresiones que le esperan. Si no se empeña en este crecimiento
interior, con toda seguridad volverá a beber y, si bebe, morirá, de seguro.
Entonces, la fe estaría muerta, efectivamente. Y es así también para
nosotros.
Mi mujer y yo nos adherimos con entusiasmo a la idea de ayudar a otros
alcohólicos a encontrar una solución a sus problemas. Ésta era una cosa
óptima, ya que mis antiguos socios de negocios dudaron de mi
restablecimiento durante un año y medio, periodo en el que tuve poco

trabajo. No me sentí muy bien en ese tiempo y me atormentaban
accesos de conmiseración por mí mismo y de resentimiento. Estos
sentimientos algunas veces me hicieron casi volver a beber, sin
embargo, comprendí que donde todos los demás métodos habían
fracasado, la dedicación hacia otro alcohólico me mantenía a salvo. Más
de una vez regresé a ese hospital, desesperado. Al hablarle a algún
alcohólico ahí mismo, me levantaba y volvía a andar sobre mis pies. Este
modo de vida da resultados en los momentos difíciles.
Rápidamente comenzamos a hacer amigos y, tras de nosotros surgió
una Confraternidad, de la cual es maravilloso sentir uno que forma parte
de ella. La alegría de vivir está siempre con nosotros, tanto en las
situaciones de tensión, como en las de dificultades. He visto centenas de
familias tomar el camino que en verdad los lleva a una meta; he visto
desarrollarse favorablemente situaciones familiares en verdad
desesperadas; he visto solucionarse enemistades y rencores; he visto
hombres abandonar los manicomios y volver a sus puestos en las vidas
de sus familias y de su ambiente social. Hombres de negocios y
profesionistas han recuperado su rango social. No ha habido ningún
género de dificultades o de miseria que no haya sido resuelto entre
nosotros. En una ciudad del Oeste del país hay ochenta de nosotros con
sus familias. Nos reunimos frecuentemente en nuestros diferentes
hogares, a fin de que los recién llegados encuentren la amistad
reconfortante que necesitan. En estas reuniones informales podemos
encontrar de 40 a 80 personas. Estamos creciendo en número y en
fuerza.
Un alcohólico ebrio es un ser desagradable. La labor de persuasión que
debemos desarrollar ante ellos es a veces ardua, cómica y trágica. Uno
de nosotros, desafortunadamente, se suicidó en nuestra casa. No pudo o
no quiso comprender nuestro modo de vida.
En aquello que hacemos hay una gran alegría. Supongo que algunas
personas se escandalizarán a causa de lo que pareciese ser mundano y
poco serio. Más, bajo esa apariencia somos implacablemente serios. La
fe en Dios debe de cumplir su obra día por día en nosotros y a través de
nosotros, o si no perecemos.
La mayoría de nosotros creen que ya no tenemos que buscar la Utopía.
Lo que tenemos con nosotros, aquí, ahora, es eso. Todos los días,
aquella sencilla conversación de mi amigo en la mesa de la cocina se
repite y se multiplica en un círculo siempre más grande de paz sobre la
tierra y de buena voluntad hacia los hombres.

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