viernes, 9 de abril de 2010

CAPITULO IV: NOSOTROS LOS AGNOSTICOS

En los capítulos precedentes le hemos expuesto a usted los hechos que,
así lo esperamos, le permitirán establecer claramente la distinción entre
quien es alcohólico y quien no lo es. Si no puede renunciar al alcohol
aunque lo desee sinceramente, o si es incapaz de detenerse cuando
bebe, entonces es probable que usted sea alcohólico. Si este es el caso,
su mal podría ser de aquéllos que sólo pueden ser vencidos por una
experiencia espiritual.
Una experiencia de este género le puede parecer imposible a un ateo o a
un agnóstico. Sin embargo, no hacer nada significa correr a la catástrofe,
sobre todo si se es un alcohólico cuyo caso no presenta esperanza.
Hacer frente a la disyuntiva entre morir de alcoholismo o vivir sobre una
base espiritual no siempre es fácil.
Pero esto no es tan difícil. Alrededor de la mitad de nuestros primeros
miembros se encontraban en este caso. Al principio, algunos trataban de
evadir el tema esperando, contra toda evidencia, que no fuesen
verdaderos alcohólicos. Entonces, después de cierto tiempo tuvieron que
aceptar el hecho de que debían de dar a su vida un fundamento
espiritual, o si no... Quizás sea el caso de usted. Pero, anímese, ya que
algo así como cincuenta de nosotros nos creíamos ateos o agnósticos.
Nuestra experiencia comprueba que usted no debe desconcertarse.
Si un sencillo código moral o una mejor filosofía fuesen suficientes para
vencer el alcoholismo, muchísimos de nosotros ya nos hubiéramos
aliviado desde hace mucho tiempo. Sin embargo, la ética y las filosofías
no nos salvaron a pesar de todos los intentos que hicimos. De hecho,

quisimos ser de una moralidad perfecta; quisimos con todo el corazón
aferrarnos a una cierta filosofía; mas no tuvimos la fuerza necesaria.
Nuestras posibilidades humanas, guiadas por nuestra voluntad, no eran
suficientes; fracasamos lamentablemente.
Nuestra impotencia nos planteaba un verdadero dilema: teníamos que
encontrar una fuerza gracias a la cual pudiésemos vivir, y ésta debía ser
un Poder Superior a nosotros mismos, evidentemente. ¿Pero dónde y
cómo encontrar este Poder?
La búsqueda de tal fuerza es justamente el tema de este libro. Su fin
principal es conducirlo a descubrir un Poder Superior a usted mismo que
le ayude a resolver su problema. Hemos escrito un libro que según lo
creemos es tanto espiritual como moral. Eso quiere decir, de seguro, que
vamos a hablar de Dios. Y ¡qué dificultad para los agnósticos! En cuanto
nos ponemos a hablar con un recién llegado, vemos enseguida la
esperanza dibujarse en su rostro cuando platicamos sobre su
alcoholismo y cuando le explicamos cómo funciona nuestra agrupación.
Pero vemos que su semblante se ensombrece cuando se toca la
espiritualidad y, sobre todo, cuando mencionamos el nombre de Dios,
pues acabamos de recordarle un tema que creía haber evadido
totalmente, y que no tenía que tomar en cuenta por el resto de sus días.
Sabemos lo que siente. Como él, tuvimos prejuicios y dudamos
sinceramente. Algunos de nosotros se han mostrado violentamente
antirreligiosos. Para otros, la palabra Dios" evocaba una idea peculiar de
Aquél que se les había tratado de imponer durante su infancia. Quizás
nosotros rechazamos esta concepción particular porque nos parecía
vacía. Creímos así haber abandonado por completo la idea de Dios.
Creer en una fuerza exterior y depender de ella nos parecía una prueba
de debilidad y hasta de falta de coraje. Esta idea nos disgustaba.
Mirábamos con profundo escepticismo este mundo de individuos en
guerra, de religiones enemigas, de calamidades inexplicables.
Mirábamos con desprecio a las personas que se decían piadosas.
¿Cómo podría un Ser Supremo estar mezclado con todo eso? Y de todas
maneras ¿quién podría entender a una entidad semejante? Sin embargo,
bajo el encanto de un cielo estrellado, por ejemplo, llegaba a nuestra
mente la necesidad de preguntarnos: Pero, ¿quién creó todo esto?"
Estábamos por un momento llenos de admiración y maravillados, pero no
era más que una impresión pasajera que se esfumaba.
Sí, nosotros los agnósticos así lo pensamos y lo vivimos. Sin embargo,
vamos a tranquilizarlo enseguida. Tan pronto como pudimos hacer a un
lado nuestros prejuicios y demostramos el más pequeño deseo de creer
en un Poder Superior, en ese momento los resultados empezaron a
sentirse, aun cuando fuese imposible para cualquiera de nosotros definir
y comprender ese Poder que es Dios.

Para nuestro gran alivio, descubrimos que no era necesario apegarnos a
la concepción de Dios que tuviese alguna otra persona. Nuestra
concepción personal, con todo lo inexacta que fuese, nos permitía
acercarnos a Él y establecer un contacto. Tan pronto como admitimos la
posible existencia de una Inteligencia Creadora, de un Espíritu del
Universo sosteniendo la totalidad de las cosas, sentimos que nos invadía
una fuerza y una dirección. Sin embargo, debíamos dar otros pasos
simples. Nos dimos cuenta de que Dios no se muestra tan exigente ante
aquéllos que Lo buscan. Para nosotros, el Reino del Espíritu es largo y
vasto; lo engloba todo; jamás excluye; jamás se cierra a aquéllos que lo
buscan con devoción. Está abierto, así lo creemos, a todos los hombres.
Por consecuencia, cuando se trata de Dios, nosotros hablamos de
nuestra propia concepción de Dios. Eso se aplica también a todas las
otras formas de expresión espiritual que usted encontrará en este libro.
No permita que alguno de sus prejuicios contra los términos de la
espiritualidad le impida preguntar honestamente lo que en el fondo
puedan significar para usted. Al principio, esta actitud nos bastó para
comenzar a crecer espiritualmente y establecer nuestras primeras
relaciones conscientes con Dios, tal como nosotros Lo concebíamos.
Enseguida llegamos a aceptar muchas cosas que nos habían parecido
completamente impensables. Eso es evolucionar, pero para evolucionar
debíamos comenzar en alguna parte. Cada uno de nosotros tomaba su
propia concepción de Dios, con lo imperfecta que dicha concepción
hubiese sido.
No teníamos más que una pequeña pregunta que hacernos: ¿Creo, o
estoy dispuesto a creer, en la existencia de un Poder Superior a mí
mismo? Nuestra opinión es que tan pronto como un hombre pueda
afirmar que cree, o que quiere tratar de creer, incuestionablemente
estará en la ruta correcta. Muchas veces se probó, entre nosotros, que
sobre esta piedra angular podía ser construido un edificio espiritual
estupendamente eficaz.
Para nosotros se trató de un gran descubrimiento, porque pensábamos
que no podíamos servirnos de los principios espirituales sin aceptar
ciegamente muchas cosas que encontrábamos difíciles de creer. Cuando
alguien quería platicarnos sobre principios espirituales, cuántas veces
dijimos: Quisiera con todo mi corazón poseer lo que este hombre posee.
Estoy seguro de que triunfaría si sólo fuera capaz de creer como él. Pero
no puedo aceptar como verdaderas las numerosas afirmaciones de fe
que, para él, son tan claras." Fue entonces un gran consuelo para
nosotros saber que podíamos comenzar en un grado inferior de la
pequeña escala que se nos presentaba.
Además de nuestra aparente incapacidad para aceptar cualquier cosa
solamente sobre la base de la fe, a menudo nos paralizaban la

obstinación, la susceptibilidad y los prejuicios irracionales que teníamos.
Algunos de nosotros éramos al principio así de recelosos y nos
enfurecíamos ante cualquier alusión a la espiritualidad. Era necesario
abandonar este modo de pensar. Expuestos como estábamos a la
destrucción alcohólica, en poco tiempo abrimos nuestra mente a las
cosas espirituales, tal como lo habíamos intentado hacer con otras
cosas. En este sentido, el alcohol tuvo sobre nosotros un efecto de
persuasión: nos obligó finalmente a entrar en razón. El proceso a
menudo fue tardado; hoy tenemos la esperanza de que nadie oculte sus
prejuicios tanto tiempo como algunos de nosotros lo hicimos.
El lector probablemente se preguntará por qué debe creer en un Poder
Superior a él mismo. Creemos tener buenas razones. Examinemos
algunas.
El hombre práctico de hoy exige hechos y resultados. El siglo XX está
abierto a toda clase de teorías, pero éstas deben estar fundamentadas
sobre hechos concretos. Por ejemplo, numerosas son las teorías sobre la
electricidad. Todo el mundo las acepta sin la menor duda, sin discutir.
¿Por qué? Simplemente porque es imposible explicar lo que se ve, lo que
se siente, lo que se dirige o lo que se utiliza, sin una hipótesis válida
como punto de partida.
En nuestros días, todo el mundo cree en una multitud de cosas
consideradas como evidentes, pero de las cuales no existe ninguna
prueba tangible irrevocable. Y ¿la ciencia no nos enseña acaso que no
hay una prueba menos sólida que lo que llamamos justamente una
prueba tangible? En el estudio que el hombre hace del mundo material,
está invariablemente demostrado que las apariencias no corresponden
del todo a la realidad intrínseca. Aquí tenemos un ejemplo:
Toda viga de acero consiste en una masa de electrones que gravitan
alrededor de un núcleo a una velocidad inimaginable. Esos corpúsculos
se rigen por leyes precisas, que son las mismas para todo el universo de
la materia. Eso es lo que la ciencia nos enseña, y no tenemos ninguna
razón para dudar. Por otro lado, en cuanto se nos pide considerar que el
origen de este mundo material y de esta vida, tales como los vemos, es
obra de una inteligencia creadora, directora y todopoderosa, de
inmediato nuestros perversos instintos salen a la superficie y nos las
ingeniamos para persuadirnos de lo inverosímil de esta hipótesis.
Leemos enormes volúmenes y nos enfrascamos en discusiones sin
sentido, opinando que creemos que no hay necesidad de Dios para dar
una explicación del universo. Si nuestras suposiciones estuvieran
fundadas, la vida no tendría un origen, no significaría nada y no llevaría a
ninguna parte.

En lugar de reconocer que somos sólo los agentes inteligentes y las
puntas de lanza de un universo siempre en evolución y creado por Dios,
nosotros agnósticos y ateos habíamos escogido creer que la inteligencia
humana era la primera y la última palabra; el alfa y el omega del
universo. Un poco pretencioso. ¿No lo cree usted?
Nosotros, que recorrimos ese camino tortuoso, le suplicamos hacer a un
lado todos sus prejuicios, aun aquéllos contra las organizaciones
religiosas. Aunque algunas no lo suficientemente humanas, descubrimos
que las religiones han ofrecido a millones de personas un fin y una
dirección a seguir. Los fieles de estas religiones llevan una vida
razonable. Nosotros, ninguna. Nos divertíamos al escandalizarnos con
cinismo de las diversas creencias religiosas, cuando a veces pudimos
haber observado que en los creyentes de cualquier raza, color o fe
religiosa había una estabilidad y una felicidad por sentirse útiles. A estos
valores nos debimos haber acercado nosotros mismos.
Preferíamos interesarnos en las debilidades humanas de esas personas
y, a veces, nos apoyábamos sobre sus deficiencias para condenarlos en
masa. Hablábamos de intolerancia, cuando nosotros mismos éramos
intolerantes. Nos privábamos de la realidad y de la belleza del bosque, al
dejarnos distraer por la fealdad de algún árbol decrépito. No habíamos
mirado el aspecto espiritual de la vida con la debida honestidad.
En nuestros testimonios individuales encontrará muchas formas de
abordar y concebir un Poder Superior a usted mismo. Poco importa la
forma de acercarse a la idea particular de Dios a la cual adherirse; la
experiencia nos ha enseñado que, para nuestros fines, no debemos
preocuparnos por esto. Cada individuo debe solucionar por sí mismo este
problema.
Sin embargo, en un punto los hombres y las mujeres están de acuerdo
en forma notable: todos ellos han encontrado un Poder Superior y todos
ellos creen. Y este Poder Superior, en todo caso, ha operado el milagro,
lo humanamente imposible. Como lo dijo un famoso estadista americano:
«Veamos la historia».
Un ciento de hombres y mujeres, de carne y hueso, afirman
categóricamente que después de haber llegado a creer en un Poder
Superior a ellos mismos, de haber adoptado una cierta actitud hacia este
Poder y de haber aceptado hacer unas cosas simplísimas, una
transformación se operó en su forma de vivir y de pensar. Al borde de la
desesperación, del colapso y del fracaso total de sus recursos humanos,
se sintieron invadidos por un sentimiento de fuerza, de paz, de dicha y de
certeza. Este cambio se produjo poco tiempo después que aceptaron, de
buen grado, llenar ciertas exigencias.

Confusos y desconcertados como estaban ante la futilidad aparente de la
existencia, vieron las razones profundas de su dificultad de vivir.
Haciendo a un lado la cuestión del alcohol, ellos explican por qué su vida
era tan insatisfactoria. Nos muestran cómo se produjo en ellos el cambio.
Una vez que cientos de personas pueden afirmar que la conciencia de la
Presencia de Dios es ahora lo más importante de su vida, tenemos una
fuerte motivación para creer.
El mundo que nos rodea hizo más progresos sobre el plano material en
el curso del último siglo que durante todos los milenios precedentes. Casi
todos conocen la razón. Aquéllos interesados en la historia nos dicen
que, intelectualmente, los hombres de la antigüedad eran iguales a las
más grandes mentes de nuestro tiempo. Sin embargo, en la antigüedad
el progreso material era de una lentitud penosa. Los métodos de
investigación y el espíritu de invención de la ciencia eran casi
desconocidos. En lo que se refiere a lo material, el espíritu del hombre
estaba aprisionado por las supersticiones, las tradiciones y toda clase de
ideas establecidas. En tiempos de Cristóbal Colón, muchos consideraron
una locura creer que la Tierra fuese redonda. Otros llegaron hasta el
punto de condenar a muerte al sabio Galileo por las herejías que
propagaba en materia de astronomía.
Nosotros nos hemos preguntado si algunos de nosotros no éramos tan
prejuiciosos e irracionales en relación con el aspecto espiritual, como las
personas de la antigüedad en relación con lo material. Asimismo, en el
curso del siglo que vivimos, los diarios americanos han titubeado en
publicar la crónica del primer vuelo aéreo realizado con éxito por los
hermanos Wright en Kittyhawk. ¿No habían fracasado todos los vuelos
anteriores? ¿No se había caído la máquina voladora del profesor Langley
al fondo del Potomac? ¿Acaso los mejores matemáticos no habían
demostrado que el hombre jamás podría volar? ¿No se había
comprendido ya que Dios había reservado ese privilegio a los pájaros?
Apenas treinta años más tarde, la conquista del cielo casi se había
convertido en historia antigua y la aviación estaba en su pleno apogeo.
Nuestra generación ha sido testigo de una liberación total del
pensamiento. Si le enseñamos a un estibador de puerto un periódico
dominical en donde se hable de un viaje a la luna en un cohete, él nos
dirá: Apuesto que lo harán y en poco tiempo." Nuestra época se
caracteriza por la facilidad con que abandonamos viejas ideas por
nuevas. Sin muchos problemas nos desembarazamos de una teoría o de
una cosa que no funciona, en provecho de una cosa nueva que sí
funcione.
Nos hemos preguntado si no podríamos tomar la misma actitud frente a
nuestros problemas humanos y aceptar cambiar también nuestros puntos
de vista. Teníamos dificultades en nuestras relaciones personales; no

podíamos controlar nuestra naturaleza emocional; éramos presas de la
tristeza y la depresión; éramos incapaces de ganarnos la vida, no le
encontrábamos ningún objetivo a nuestra existencia; éramos presas del
miedo; éramos desdichados; no creíamos poder hacer nada por los
demás. Entonces, ¿no era más importante encontrar un remedio de largo
plazo a nuestras frustraciones que estar viendo en los diarios las
columnas sobre los vuelos a la luna? Claro que sí.
Una vez que vimos a otros resolver sus problemas simplemente
mediante su confianza en el Espíritu del Universo, no pudimos hacer otra
cosa que ya no dudar en el poder de Dios. Nuestras ideas nos llevaban a
la nada. La idea de Dios funcionaba.
Fue su fe ingenua lo que llevó a los hermanos Wright a creer que podrían
construir una máquina voladora. Y triunfaron. Sin esta confianza, no
habrían hecho nada. Nosotros, agnósticos y ateos, vivíamos convencidos
de que podríamos resolver nuestros problemas con sólo nuestro poder.
Cuando otros nos enseñaron que habían podido salir adelante gracias al
Poder de Dios, empezamos a sentirnos un poco como aquéllos que
habían pensado a principios de siglo que los hermanos Wright jamás
podrían volar.
La lógica es una gran cosa. Nos gustaba y nos sigue gustando. No es
por casualidad que se nos haya favorecido con la facultad de razonar, de
examinar los mensajes de nuestros sentidos y de sacar conclusiones.
Ése es uno de los maravillosos atributos del hombre. A causa de nuestro
agnosticismo, no nos satisfacían las proposiciones que no se prestasen a
un estudio y una interpretación racionales. Por eso es que estamos
haciendo todo lo posible para explicar por qué nuestra fe es racional, por
qué nosotros encontramos más sano y más lógico creer que no creer,
por qué nuestra antigua forma de pensar era descuidada, indolente, y
encogíamos los hombros con aire de incredulidad y decíamos : ¡No sé!"
Para nosotros los alcohólicos, atormentados por una crisis profunda de la
cual éramos los primeros responsables y de la cual no podíamos
escapar, fue necesario examinar sin temor la afirmación de que Dios es
todo o Él es nada, de que Dios es o Él no es. ¿Cuál iba a ser nuestra
selección?
Reunidos en este punto, nos encontrábamos frente al problema de la fe.
Imposible evitarlo. Algunos ya habían saltado sobre el Puente de la
Razón, hacia la playa deseada de la Fe. La Tierra Prometida había
hecho brillar los ojos cansados de quien se consumía en su espíritu,
proporcionándole un nuevo ánimo. Manos amigas se extendían hacia
nosotros, dándonos la bienvenida. Le agradecíamos a la Razón el
habernos guiado tan bien. Mas no podíamos arribar a esa ribera. Tal vez

nos aferrábamos demasiado a la razón; en esta última etapa de nuestro
viaje no queríamos perder nuestro sostén.
Era natural, pero razonemos un poco al respecto. ¿No habíamos sido
llevados, sin saberlo, al punto en que nos encontrábamos, a causa de
una cierta fe? ¿No era la seguridad de nuestro razonamiento la que nos
impulsaba a creer? ¿No era la nuestra una especie de fe?
Sí, nosotros habíamos creído, y creído de una manera servil, en el Dios
de la Razón. ¡Así habíamos descubierto que, de un modo u otro, se
trataba de fe!
Habíamos descubierto de manera simultánea que éramos adoradores.
¡Cuántas veces el solo hecho de pronunciar esta palabra hacía que a
nosotros los intelectuales se nos pusiese la piel de gallina! ¿No
habíamos adorado, de diversos modos, a las personas, los sentimientos,
las cosas, el dinero y a nosotros mismos? ¿Y después, con motivos
seguramente más nobles, no habíamos visto con adoración la puesta del
sol, el mar o simplemente una flor? ¿Y cuántos de estos sentimientos, de
estos amores, de estas formas de adoración, tenían que ver con la pura
razón? ¿Quién de nosotros no había amado algo o a alguien? ¿No
constituía todo eso la materia de que estaba hecha nuestra vida? ¿No
eran adecuados estos sentimientos para determinar el curso de nuestra
existencia? Era imposible afirmar que nosotros no tuvimos la capacidad
de creer, de amar o de adorar. Habíamos vivido, de cualquier modo, de
una fe o por una fe.
¡Imagínese una vida sin fe! Si nos hubiese dado sólo la razón, ¡qué cosa
sería la vida ! Pero creíamos en la vida, evidentemente que creíamos.
Ciertamente no podíamos dar una prueba de la vida, tal como se
demuestra que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos,
pero ahí estaba la vida. ¿Podíamos decir otra vez que todo eso no era
mas que una masa de electrones creados de la nada, sin ningún
significado y en rotación hacia un destino ignoto surgido de la nada?
Evidentemente que no. Los mismos electrones parecían más inteligentes
que esto. Así lo afirman los mismos químicos.
Entonces vimos que la razón no era todo. Tal como la utilizamos,
tampoco es enteramente confiable, aun cuando emane de los cerebros
más brillantes. Pensamos en aquéllos que habían demostrado que el
hombre jamás volaría por los aires.
Habíamos asistido, en una u otra forma de vuelo, a la liberación del
espíritu humano; habíamos visto a personas que se elevaban sobre sus
propios problemas. Esto era gracias a Dios decían ellos y nosotros sólo
nos limitábamos a sonreír. Habíamos sido los testigos de una liberación
espiritual, pero preferíamos decir que no era verdad.

Nos engañábamos recíprocamente en aquel tiempo, porque en cada
hombre, mujer y niño está profundamente arraigada la idea de Dios. Ésta
puede estar enmascarada por la desdicha, la vanidad, el culto a otros
valores; pero la idea de Dios está ahí; en cualquier forma, siempre está
ahí. La fe en un Poder Superior a nosotros mismos y las manifestaciones
milagrosas de esta fuerza en la vida de los seres humanos son hechos
tan antiguos como el hombre mismo.
Finalmente, descubrimos que la fe en Dios, sin importar de qué tipo de
dios se hable, era parte de nuestra naturaleza, como los sentimientos
que experimentamos por un amigo. A veces debimos buscar mucho,
pero Él estaba ahí. Su existencia era tan real como la nuestra.
Descubrimos la Gran Realidad dentro de nuestra alma. En el último
análisis es solamente ahí donde se le puede encontrar. Así nos ocurrió a
nosotros.
Todo lo que nosotros podemos hacer es despejar un poco el camino para
los demás. Si nuestro testimonio le ayuda a librarse de sus prejuicios, lo
hace capaz de reflexionar honestamente, lo anima a buscar
diligentemente dentro de usted, entonces, si quiere, puede unirse a
nosotros en el Gran Camino. Si usted está dispuesto hasta este punto,
no podrá fallar. Necesariamente tomará conciencia de su propia fe.
Encontrará en este libro la historia de un hombre que se creía ateo. Su
testimonio es tan interesante que queremos anticipar algo aquí. Su
metamorfosis interior fue espectacular, emotiva y convincente.
Nuestro amigo era hijo de un ministro protestante. Frecuentó la escuela
religiosa, donde se rebeló contra todo aquello que le parecía excesivo en
la enseñanza religiosa. En los años siguientes se sintió perseguido por
un sentimiento de desorden y frustración. Fracasos en los negocios,
locura, enfermedad fatal, suicidio, todas las desgracias que atormentaron
a su familia inmediata lo dejaron deprimido y amargado. Las desilusiones
de los años de posguerra, el agravamiento de su alcoholismo y la
amenaza de la ruina mental y física llevaron a este hombre a la orilla del
suicidio.
Una noche, en el cuarto de un hospital, le habló un alcohólico que había
vivido una experiencia espiritual. Nuestro amigo se puso a gritar con
rencor : Si hay un Dios, ciertamente que no ha hecho nada por mí". Más
tarde, a solas en su cuarto, se preguntó: ¿Podrán todos los creyentes
estar equivocados ?" Al reflexionar en esta pregunta vivió las torturas del
infierno. Después, súbitamente, como un pensamiento fulminante, le
llegó la idea que se formuló así: ¿QUIEN ERES TU PARA AFIRMAR
QUE DIOS NO EXISTE?"

Este hombre nos cuenta que cayó de rodillas junto a su lecho. En pocos
segundos fue dominado por la convicción de que Dios estaba presente.
Esta certeza se acercó a él y lo penetró con la seguridad y la solemnidad
de una gran marea. Las barreras que había erigido por años y años se
desplomaron. Se encontraba en presencia del Poder y el Amor infinitos.
Del puente había pasado a la playa. Por vez primera vivía en la
consciente compañía de su Creador.
Así se puso en su lugar la piedra angular de la vida de nuestro amigo.
Después, ninguna vicisitud lo llegó a inquietar en su vida. El problema de
alcoholismo de este hombre fue eliminado. Esa misma noche, el alcohol
llegó a ser cosa del pasado. Salvo en algunas ocasiones, la idea de
beber no regresó jamás a nuestro amigo; y todavía más, le tomó una
gran aversión a ella. Aparentemente, aunque él hubiese querido beber,
no habría podido. Dios le había restituido la razón.
¿No es una curación milagrosa? Sin embargo, los elementos de que
consta son simples. Este hombre se dispuso a tener fe, debido a las
circunstancias. Él se ofreció humildemente al Autor de sus días fue
entonces cuando lo supo.
También nosotros recuperamos la razón por la gracia de Dios. Para este
hombre, la revelación fue repentina. Para otros, el cambio ha sido más
lento. Sin embargo, Él ha venido a todos aquellos que lo han buscado
con honestidad.
Cuando nos acercamos a Él, !Él se nos reveló!

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