viernes, 9 de abril de 2010

CAPITULO VI: EN ACCION

Después de haber hecho nuestro inventario personal, ¿qué vamos a
hacer con lo que descubrimos? Intentamos encontrar una nueva actitud
hacia Dios, un nuevo tipo de relación con nuestro Creador, y nos
pusimos a descubrir los obstáculos a lo largo de nuestro camino.
Admitimos ciertos defectos; distinguimos, de manera general, los límites
del problema; gracias a nuestro inventario personal, identificamos
nuestros puntos débiles. Estamos ahora a punto de ser liberados de
ellos. Algo que requiere acción de nuestra parte; acción que consiste en
admitir ante Dios, ante nosotros mismos y ante otro ser humano la
naturaleza exacta de nuestros defectos. Y este es el Quinto Paso del
programa de recuperación indicado en el capítulo precedente.
Este paso puede ser difícil, particularmente cuando se trata de platicar
con alguna otra persona sobre nuestros defectos. Se podría creer que si
uno mismo los admite es más que suficiente. Sin embargo, tenemos
dudas al respecto. En la práctica, encontramos generalmente que no es
suficiente sólo evaluarnos. Muchos han creído necesario ir más lejos.
Aceptamos más fácilmente hablar de nosotros mismos con otra persona,
si vemos que hay buenas razones para hacerlo. La primera razón es la
mejor: Si evadimos esta etapa vital, ya no podríamos jamás superar
nuestro problema de alcohol. ¡Cuántas veces los nuevos han intentado
esconder ciertos hechos de su vida! Al tratar de evitar esta humillante
prueba, han recurrido a métodos más fáciles y, casi invariablemente, han
bebido. Como habían seguido el resto del programa, se preguntaban la
razón de que hubiesen recaído. Creemos que es porque no habían
terminado su limpieza interior personal. Habían pasado bien su vida en
retrospectiva, pero habían omitido los puntos más graves. Ellos
solamente pensaron haber perdido su egoísmo y su miedo, solamente
pensaron que eran humildes. Mas no habían aprendido lo suficiente de la
humildad, del coraje y de la honestidad, en la medida que habíamos
encontrado necesaria, hasta el momento en que contaron a otro toda la
historia de su vida.
El alcohólico, más que todos los demás, vive una doble vida. Es un gran
actor. Al mundo externo le presenta el personaje escénico, y desea que
quien lo frecuente lo vea como tal. Quiere gozar de una cierta reputación,
mas en su interior sabe que no la merece.
La contradicción es todavía más grave a causa de lo que hace durante
sus parrandas. Una vez que vuelve en sí, se avergüenza de ciertos
episodios que recuerda vagamente. Estos recuerdos se convierten en
una pesadilla. El alcohólico tiembla al pensar que alguien pudo haberlo
observado. De inmediato reprime estos recuerdos en lo más profundo de
su ser. Espera sólo que aquellas acciones no se lleguen a saber jamás.
El hecho de estar continuamente bajo el efecto del miedo y la tensión, es
una ocasión para beber de nuevo.

A este respecto, los psicólogos comparten nuestra misma opinión.
Gastamos miles de dólares en consultas médicas. En pocas de ellas
decíamos la verdad y raramente seguimos sus consejos. No quisimos ser
honestos con estas personas que en el fondo nos podían comprender y
no quisimos ser honestos con ningún otro. No es de extrañarse que
muchos médicos tengan una mala opinión de los alcohólicos ¡y que
duden que alguna vez se recuperen!
Debemos ser perfectamente honestos con alguien si es que queremos
vivir mucho tiempo en este mundo. Con razón pensamos muy bien antes
de escoger a la persona con quien hacer este paso, que es de naturaleza
íntima y confidencial. Aquellos cuya religión les pide una confesión,
deben, y es evidentemente deseable, confiarse a la persona que esté
autorizada a recibir esa información y confidencias. Aunque no
practiquemos ninguna religión, pensamos que es oportuno hablar de
estas cosas con una persona que tenga autoridad en el campo religioso.
Constatamos a menudo que estas personas comprenden rápidamente
nuestros problemas. Pero, naturalmente, algunas veces encontramos
personas que no comprenden a los alcohólicos.
Si no queremos actuar de esta manera, nos acercamos a las personas
que sí conocen, alguien discreto y comprensivo. Puede darse el caso que
nuestro médico o psicólogo sea la persona más indicada. Podría ser
también alguien de nuestra familia, pero estemos atentos de no revelar a
nuestra esposa o a nuestros padres algo que pudiese herirlos o hacerles
daño. No tenemos el derecho de salvar nuestra piel con la piel de otra
persona. Contaremos nuestra historia a quien esté en ánimo de
escucharla y no se escandalizará. La regla es que debemos ser
inflexibles con nosotros mismos y considerados con los demás.
No obstante la absoluta necesidad de hablar de nosotros mismos con
alguien, podría darse el caso que no tuviéramos éxito en encontrar a
alguien a quien contarle nuestra historia. Si las cosas están así, este
paso del programa puede ser aplazado, pero solamente si estamos
dispuesto a hacer estas confidencias en la primera ocasión propicia. Lo
decimos porque es necesario hablar con la persona que nos parezca
digna de recibir nuestras confidencias. Es importante que esta persona
esté dispuesta a custodiar un secreto; que ella pueda comprender
plenamente y aprobar lo que nosotros intentamos hacer; que ella no
intente cambiar nuestros planes. Ésta no debe ser una excusa para
retardar el encuentro con alguien.
Cuando ya hayamos establecido quién deberá escuchar nuestra historia,
no perdamos tiempo. Tenemos un inventario escrito y estamos
dispuestos a hablar largamente. Explicamos a nuestro amigo lo que
vamos a hacer y por qué debemos hacerlo. Deberá comprender que para
nosotros se trata de una cuestión de vida o muerte. La mayor parte de

las personas a las cuales nos confiamos estarán felices de ayudarnos;
muchos se sentirán honrados de recibir nuestras confidencias.
Olvidando nuestro orgullo, le iremos explicando todo, iluminando cada
torcimiento de nuestro carácter, todo ángulo oscuro de nuestro pasado.
Una vez que hayamos actuado así, sin esconder nada, seremos más
felices. Podremos mirar al mundo a la cara. Podremos finalmente estar a
solas en paz y sin miedo. Nuestros temores se desprenden de nosotros.
Comenzamos a sentir que nuestro Creador está cerca de nosotros. Es
posible que en el pasado nosotros hayamos creído en algo o en alguien;
ahora, sin embargo, vamos a comenzar a vivir una experiencia espiritual.
A menudo tendremos la impresión de que el problema del alcohol ha
desaparecido. Tenemos la sensación de estar finalmente sobre la Amplia
Avenida, y de caminar de la mano con el Espíritu del Universo.
Al regresar a casa buscamos un lugar tranquilo donde podamos estar en
paz una hora, al menos, y repasamos cuidadosamente lo que hicimos.
Agradecemos a Dios con todo el corazón, porque Lo conocemos mejor.
Tomamos este libro y lo abrimos en la página donde se encuentran los
Doce Pasos del programa. Leemos atentamente los primeros cinco,
preguntándonos si habremos olvidado algo, porque estamos a punto de
construir un arco a través del cual vamos a pasar para encontrarnos
afuera totalmente libres. ¿Nuestra labor, hasta este punto, ha sido
buena? ¿Las piedras de nuestra construcción están bien colocadas ?
¿Intentamos fabricar cemento sin arena?
Si estamos satisfechos con las respuestas, leemos lo que dice el Sexto
Paso. Habíamos subrayado el hecho de que la buena voluntad es
indispensable. ¿Estamos ahora listos para dejar que Dios nos quite todas
las cosas que habíamos reconocido como malas en nosotros? ¿Podrá Él
ahora tomar todas y cada una de ellas? Si estamos todavía aferrados a
alguna cosa que no queramos abandonar, le pediremos a Dios
ayudarnos a dejarla.
Cuando estemos listos Le decimos algo parecido a esto: Mi Creador,
ahora deseo que seas el Dueño de todo mi ser, bueno y malo. Te pido
que me quites todo lo que impida serte útil y ser útil a mis hermanos.
Concédeme la fuerza de hacer Tu voluntad a partir de ahora. Amén."
Hemos acabado de hacer el Séptimo Paso.
Ahora teníamos necesidad de pasar nuevamente a la acción, sin la cual
comprobábamos que la fe sin obras está muerta". Estudiamos el Octavo
y el Noveno Pasos. Teníamos entre las manos una lista de todas las
personas a las que habíamos ofendido y a las cuales queríamos hacerles
una enmienda honorable. Hicimos esta lista sirviéndonos de nuestro
inventario moral y, en esta ocasión, nos sometimos a un severo examen.
Ahora vamos hacia nuestros semejantes con el fin de reparar el daño

que les infligimos en el pasado. Tratamos de despejar los escombros que
se acumularon a causa de nuestros esfuerzos por vivir siguiendo
nuestros propios caprichos. Si no tenemos la voluntad de hacer esto, le
pedimos a Dios hasta que dicha voluntad se nos presente. Recordamos
que al inicio estuvimos de acuerdo en estar dispuestos a todo para lograr
nuestra victoria sobre el alcohol.
Probablemente aún tengamos dudas. Releyendo la lista de nuestros
amigos de trabajo a los cuales les hemos hecho daños, probablemente
nos sintamos renuentes en ir a su encuentro basándonos en un apoyo
espiritual. Tranquilicémonos. Cuando se trata de ciertas personas, no
tenemos necesidad y no deberemos tenerla en ningún caso de
abordarlas insistiendo en el elemento espiritual en nuestro primer
encuentro. Podríamos hacer que la persona reaccionaria con prejuicios.
En este punto nos encontramos tratando de poner orden en nuestra vida.
Pero no se trata de un fin por sí mismo. Nuestro verdadero propósito es
volvernos capaces de ponernos al servicio de Dios, y de las personas
que nos rodean, del mejor modo posible. No es prudente acercarnos a
una persona que aún sufra por uno de nuestros errores, y decirle que nos
hemos vuelto creyentes. En un encuentro de boxeo esto equivaldría a
dejar el mentón al descubierto. ¿Por qué queremos hacerla de
santurrones o de fanáticos? De este modo podemos perder una
oportunidad de transmitir un mensaje de salvación para quien esté en
desgracia. Nuestro hombre, por el contrario, estará muy impresionado si
constata que nosotros queremos reparar el mal que le causamos. Estará
más interesado en una demostración, de nuestra parte, de buena
voluntad, que en los cientos de discursos que podamos hacerle
tranquilamente sobre nuestros descubrimientos espirituales.
Por otra parte, no usamos lo anterior como un pretexto para evadir el
tema que concierne a Dios. Cuando eso sea útil, entonces estaremos
dispuestos a revelarle nuestras convicciones con tacto y equilibrio.
Llegamos a preguntarnos cómo abordar a la persona que habíamos
detestado. Quizás los daños que nos ha hecho son más graves y
numerosos que aquéllos que nosotros le hicimos, y aunque hemos
tratado de abordarlo del mejor modo, todavía no estamos demasiado
inclinados a admitir nuestros errores. Aun más, con una persona que no
nos gusta, apretamos los dientes. Es más difícil hablarle a un enemigo
que a un amigo, pero es fácil comprender los beneficios que recibimos.
Lo abordamos, entonces, con el espíritu de ayuda y perdón, evitamos
nuestra pasada enemistad y expresamos nuestro arrepentimiento.
Evitamos a toda costa criticar a esta persona o discutir con ella.
Simplemente le decimos que no podremos superar nuestro problema de
alcohol en tanto no hayamos hecho todo lo posible para liberarnos de
nuestro pasado. Estamos ahí para reparar los daños de que somos

responsables, conscientes de que no podremos hacer nada de provecho
hasta que hayamos limpiado el pasado. Evitamos durante este tiempo
decirle a la persona lo que tiene que hacer. Sólo mencionamos nuestras
faltas, jamás las de ella. Si hablamos con calma, con franqueza y sin
esconder nada, los resultados serán satisfactorios.
En nueve casos de diez sucede lo impensable. La persona que fuimos a
buscar admite a su vez su culpa y las divergencias de nuestros puntos de
vista, que habían durado años y años, son subsanadas en una hora. Casi
siempre progresamos de modo satisfactorio. El que antes era nuestro
enemigo nos felicita y nos desea buena suerte. Algunos se ofrecen a
ayudarnos. Sin embargo, no nos desesperamos si alguno hace que nos
saquen de su oficina. Habremos demostrado nuestra buena voluntad,
habremos hecho lo que hacía falta. Pusimos una piedra sobre el pasado.
Casi todos los alcohólicos deben dinero a alguien. No nos escondemos
de nuestros acreedores. Somos honestos con el hecho de que somos
alcohólicos, ellos lo saben, lo creamos o no. No tememos más decir
abiertamente que somos alcohólicos ni sentimos miedo de que esta
declaración nos produzca penas financieras. Si hablamos de esta
manera, el acreedor más cruel alguna vez nos sorprenderá. Llegamos al
mejor arreglo que pudimos con estos individuos y les decimos además
que nos arrepentimos de nuestro pasado. El alcohol nos impidió pagar
nuestras deudas tiempo atrás. Hay necesidad de ya no tener miedo de
nuestros acreedores, poco importa en qué medida debamos
comprometernos, porque estamos en peligro de retornar a la bebida si
tememos enfrentarlos.
Quizás habíamos cometido un delito que podía conducirnos a prisión si
era conocido por la autoridad judicial. Pudo haberse tratado del dinero de
la caja de la oficina donde estábamos trabajando y no podíamos
reembolsar esos saldos. Esto ya se lo habíamos confesado en forma
confidencial a otra persona, pero estábamos seguros de que llegaríamos
a prisión y perderíamos nuestro puesto si era descubierto. Podría tratarse
de un delito menor, como aquél de inflar nuestras notas de gastos. Así
habíamos actuado casi todos. Nos divorciados y nos volvimos a casar,
pero no hemos continuado proporcionando alimentos a la primera
esposa. Ella está furiosa y nos ha denunciado y la policía está a punto de
arrestarnos. Éste es un problema que conocemos bien.
Aun cuando estas reparaciones" son multiformes, hay principios
generales que, descubrimos, son una buena guía. Recordando
continuamente que habíamos decidido hacer todo lo posible por obtener
una experiencia espiritual, pedimos la fuerza y la dirección que nos
permitieran hacer nuestro deber, sin dar paso a las eventuales
consecuencias en el plano personal. Podemos, sí, perder nuestra
posición social, podemos perder nuestra reputación o ser amenazados

de ir a prisión, pero estamos dispuestos a todo. Debemos hacerlo. No
debemos retroceder ante nada.
La mayor parte de las veces, otras personas están involucradas, y esto
era el motivo por el cual no debíamos actuar demasiado de prisa. No hay
necesidad de hacerla de mártir, y sacrificar sin necesidad a otras
personas, para salir del pozo del alcohol. Conocemos a un hombre que
se había vuelto a casar. A causa del alcohol y el resentimiento no le pagó
la pensión alimentaria a su primera esposa. Ella estaba furiosa por eso.
Se presentó ante el juez y obtuvo una orden de comparecencia. El
hombre, en tanto, había comenzado a vivir según los principios de A.A.,
había obtenido un empleo y había dejado el alcohol. Hubiese sido
demasiado «heroico» de su parte haber acudido ante el juez y decir:
«Aquí estoy».
Pensamos que habría debido hacer este sacrificio si hubiera sido
verdaderamente necesario, pero, por otra parte, si lo hubiesen metido en
la cárcel, no habría podido dar nada a ninguna de sus dos familias. Le
sugerimos escribir a su primera mujer, admitir sus errores y pedirle
perdón. Envió la carta junto con una pequeña suma de dinero. Le explicó
también lo que tenía intención de hacer para el futuro. Agregó que estaba
dispuesto a ir a la cárcel si ella insistía. Desde luego que ella renunció a
sus exigencias y la situación, desde entonces, regresó a su cauce
normal.
Antes de tomar medidas radicales que pudieran comprometer a otras
personas, nos aseguramos de tener el consentimiento de ellas. Después
de que se nos ha otorgado el permiso, de que pedimos consejo a otras
personas y de que pedimos la ayuda de Dios, si el paso a tomar es
drástico, entonces no debemos retroceder.
Esto nos recuerda la historia de uno de nuestros amigos. En la época en
que bebía, aceptó una suma de dinero de un hombre de negocios al que
él detestaba, sin darle ningún recibo. Enseguida negó haber recibido el
dinero y se sirvió del incidente para desacreditar a aquel hombre. Se
sirvió así de su deshonestidad para arruinar a otra persona. En efecto, su
rival perdió toda su reputación.
Nuestro amigo creía haber cometido una acción irreparable. Se había
tratado el asunto ante un tribunal, temía arruinar la buena fama de quien
laboraba con él como socio, causar la desgracia de su propia familia y
perder todo aquello que le daba de vivir. ¿Tenía el derecho de involucrar
a aquéllos que dependían de él? ¿Cómo podría declarar en público para
exonerar a su antiguo rival?
Después de haber consultado con su mujer y con su socio, llegó a la
conclusión de que era mejor correr ese riesgo que permanecer culpable

de semejante calumnia en la presencia de su Creador. Comprendió que
debía poner en las manos de Dios las consecuencias de tal gesto, de
otra forma seguramente habría comenzado de nuevo a beber y todo se
habría perdido lamentablemente. Por vez primera en muchísimos años
asistió a un servicio religioso. Después del sermón se puso de pie y con
mucha calma explicó todas las cosas. Su gesto recibió la aprobación de
todos y hoy es uno de los ciudadanos más respetados de su ciudad.
Estos hechos ocurrieron hace muchos años.
Muy probablemente tenemos problemas de familia. Nos comportamos
con las mujeres quizás en una forma tal que no queremos que los demás
la conozcan. En este punto dudamos que los alcohólicos sean
fundamentalmente peores que los demás. Se trate de quien sea, es
cierto que beber complica las relaciones sexuales con la pareja. Después
de algunos años de vida con un alcohólico, una mujer cae en un
profundo agotamiento, llega a odiar al marido y no puede comunicarse
con él. ¿Cómo podría ser de otra manera? El marido empieza a aislarse,
a compadecerse. Va a los centros nocturnos, o a otros lugares del
género, por algo más que alcohol. Quizás sostiene una relación secreta y
satisfactoria con una chica «que comprende». Podemos decir que ella
probablemente lo comprenda; pero, ¿qué hacer ante una situación como
esta? Un hombre que se comporta así tiene grandes remordimientos,
sobre todo si está casado con una mujer leal y valerosa que por causa
suya vivió en un infierno.
Cualquiera que sea la situación, hay que hacer algo para corregirla. Si
estamos seguros de que nuestra mujer no sabe nada, ¿debemos decirle
cómo están las cosas? No siempre creemos. Si ella conoce la historia de
modo general, ¿debemos explicarle los detalles? No hay ninguna duda
de que debemos admitir nuestra culpa. Es probable que ella insista en
conocer todo en detalle. Querrá saber quién es esa mujer y dónde vive.
Tenemos la impresión de que es oportuno responderle que no tenemos
el derecho de involucrar a otra persona. Estamos arrepentidos de lo que
hicimos y, con la ayuda de Dios, ya no volveremos a lo mismo. No
podemos hacer más y no tenemos el derecho de hacerlo. Aunque existen
excepciones legítimas, a menudo hemos encontrado que éste es el mejor
modo de proceder.
Nuestro modo de vivir no puede ser una calle de un solo sentido. Es
bueno tanto para el marido como para la mujer. Si nosotros podemos
olvidar, ciertamente que ella también lo hará. Y, mejor todavía, no
nombrar sin razón a la persona de quien ella pueda tener celos.
Puede haber casos en los cuales la franqueza absoluta sea necesaria.
Sólo nosotros mismos podemos apreciar una situación tan íntima. Puede
suceder que, de común acuerdo y con el sentido común del amor
conyugal, los dos esposos dejen al pasado lo que le pertenece al

pasado. Cada uno de ellos puede rezar para poder actuar mejor,
teniendo presente la felicidad del otro. Recordemos que estamos ante el
más terrible de los sentimientos humanos: los celos Una buena
estrategia nos indicará si conviene atacar este problema por sus flancos
o de frente.
Aunque no tengamos un problema de este tipo, tenemos mucho que
hacer en familia. A veces, un alcohólico nos dirá que su único deber es
no beber. De otra forma, si bebiese, ya no habría hogar. Pero debe hacer
mucho más todavía para reparar sus faltas hacia su mujer o sus padres,
a quienes ha maltratado tanto durante años. La paciencia de ciertas
madres y de ciertas esposas de alcohólicos sobrepasa todo
entendimiento. Sin ella, muchos de nosotros estaríamos ahora sin familia
o, quizá, muertos.
El alcohólico es como un huracán que por donde pasa destruye la vida
de los otros. Lastima corazones, destruye relaciones amorosas,
desenraíza los afectos. Su egoísmo y su falta de consideración
constantes mantienen el hogar en un tumulto. Creemos que, cuando
alguien dice que es suficiente estar abstemio, no sabe lo que está
diciendo. Es como el campesino que al salir del refugio anticiclones se
encuentra su casa en ruinas y le dice a su esposa: No pasa nada, mujer.
No te alarmes, lo importante es que el viento ha cesado."
Es necesario prever un largo periodo de reconstrucción. Y somos
nosotros quienes debemos asumir la dirección. No será suficiente que
refunfuñemos nuestro remordimiento y que despreciamos el pasado.
Deberemos sentarnos junto con nuestra familia y analizar francamente el
pasado, como ahora lo vemos, poniendo mucha atención de no criticar a
nadie. Los errores de alguien de nuestra familia resultan evidentes, pero
puede ser que nuestro comportamiento haya sido en parte su causa.
Ahora nos ponemos a «pulir nuestra casa» con nuestra familia. Durante
nuestra meditación, todos los días, pedimos a nuestro Creador que nos
enseñe la paciencia, la tolerancia, la benevolencia y el amor.
La vida espiritual no es una teoría. Es necesario que la vivamos. A
menos que los nuestros no nos manifiesten su deseo, no deberemos
apurarlos a vivir según los principios espirituales. Y no deberemos
tampoco hablar continuamente con ellos al respecto. Cambiarán con el
tiempo, ya lo veremos. Nuestro comportamiento los convencerá más
fácilmente que los discursos. Debemos meternos en la cabeza que vivir
con quien ha sido alcohólico por veinte o treinta años hace dudar a todos.
Hay errores que no llegaremos a reparar totalmente. No debemos
inquietarnos, si podemos decirnos honestamente que lo haríamos si
tuviésemos la capacidad de hacerlo. Si no podemos visitar a ciertas
personas, entonces les escribiremos una carta sincera. En ciertos casos

podemos tener razones válidas para retrasar nuestras excusas. Pero no
nos retrasaremos si no hay ninguna razón. Deberemos ser sensibles,
llenos de tacto, indulgentes y humildes, sin ser serviles o aduladores.
Como gente de Dios, nos apoyamos sobre dos piernas y no nos
inclinamos ante nadie.
Si nos esforzamos por hacer bien lo que es necesario en este periodo de
nuestro quehacer, nos maravillaremos al descubrir que hemos
completado la meta de nuestra obra. Conoceremos una nueva libertad y
una nueva felicidad. No nos afligiremos por el pasado, pero tampoco nos
empeñaremos en olvidarlo. Comprenderemos qué significa la palabra
serenidad y conoceremos la paz. Poco importa a qué grado de abyección
hayamos llegado, veremos cómo nuestra experiencia pueda ayudar a los
demás. Desaparecerá toda idea de inutilidad de nuestra vida y también
toda forma de conmiseración de nosotros mismos. Perderemos el interés
por nuestros caprichos y nos dedicaremos a servirle a otros. El egoísmo
desaparecerá. Nuestras ideas sobre la vida cambiarán como del día a la
noche. El miedo a las personas y el miedo a la inseguridad económica
nos abandonarán. Intuiremos cómo comportarnos frente a las situaciones
que de ordinario nos desconcertaban. Nos daremos cuenta
repentinamente de que Dios hace por nosotros lo que no podíamos hacer
por nosotros mismos.
No pensamos que se trate de promesas extravagantes. Se realizan en
medio de nosotros, a veces rápidamente, a veces lentamente. Estamos
ciertos de que se cumplirán si nosotros nos empeñamos en su
realización.
Esta reflexión conduce al Décimo Paso, que nos sugiere continuar
haciendo nuestro examen de conciencia y reparar el mal que
eventualmente vayamos haciendo. A medida que escombramos el
pasado comenzamos a vivir esta nueva vida con vigor. Hemos entrado
en el mundo del Espíritu. La labor que nos espera es crecer en
comprensión y en eficacia. No es la obra de un día. Deberá durar toda
nuestra vida. Necesitaremos cuidarnos del egoísmo, de la
deshonestidad, del resentimiento y del miedo. Cuando estos sentimientos
nacen en nuestro corazón, pedimos de inmediato a Dios alejarlos de
nosotros. Hablamos de estos sentimientos con alguien y reparamos de
inmediato nuestros errores, si hemos hecho mal a otros. Después, con
toda nuestra resolución, dirigimos nuestros pensamientos a alguien a
quien podamos ayudar. El amor y la tolerancia hacia los demás serán
nuestro código ético.
Y hemos cesado de combatir contra cualquiera o contra cualquier cosa,
hasta contra el alcohol. Porque para entonces la razón nos habrá sido
devuelta. Raramente sentiremos el deseo de beber. Si fuésemos
tentados, nos alejaremos del alcohol como si fuese una flama.

Reaccionamos de manera sana y normal, y comprobamos que estas
cosas suceden automáticamente. Veremos que la tendencia a beber
desaparecerá y que esta nueva actitud se nacerá en nosotros sin
esfuerzo y sin pensar en ella. Será la cosa más natural. Y el milagro de
nuestra vida. No combatimos al alcohol ni huimos de la tentación.
Tenemos la impresión de estar colocados en una posición de neutralidad,
seguros y protegidos. Ni siquiera hemos debido hacer la promesa de
abstenernos del alcohol. El problema, por lo contrario, ha desaparecido.
Para nosotros no existe. Nosotros no nos jactamos ni tenemos miedo.
Esta es nuestra experiencia. Así reaccionamos, si nos mantenemos
espiritualmente en plena forma.
Para nosotros es fácil descuidar el programa espiritual y dormirnos en
nuestros laureles. Si lo hacemos, nos encaminaremos hacia problemas,
ya que el alcohol es un enemigo sutil. No estamos curados del
alcoholismo. Eso que nosotros poseemos, verdaderamente es un alivio
contingente que depende de nuestro modo de mantenernos
espiritualmente en forma. Cada día debemos intentar hacer la voluntad
de Dios en todos nuestros actos: «¿Cómo Te puedo servir mejor? Qué
Tu voluntad se haga (y no la mía).» Estos son pensamientos que
debemos llevar siempre con nosotros. En este punto podemos mantener
en ejercicio nuestra voluntad todo lo que queramos. Es el ejercicio que
verdaderamente le conviene a nuestra voluntad.
Ya hemos dicho muchas cosas sobre el hecho de que debemos recibir
fuerza, inspiración y dirección de Aquél que todo lo sabe y todo lo puede.
Si hemos seguido con cuidado esto, comenzamos a percibir la presencia
de Su Espíritu en nosotros. Hasta cierto punto hemos llegado a tener
conciencia de Dios. Hemos empezado a desarrollar este vital sexto
sentido. Pero debemos ir aún más lejos y eso quiere decir que tenemos
que hacer otras cosas.
El Undécimo Paso sugiere la oración y la meditación. No debemos ser
tímidos en esto de la oración. Personas mejores que nosotros rezan
continuamente. La oración es eficaz si mostramos buena disposición y si
hacemos los esfuerzos necesarios. Sería fácil mantenernos en lo vago
del campo de la oración. Pero intentaremos ofrecerles algunas
sugerencias precisas y útiles.
Antes de acostarnos en la noche, pasamos revista, de manera
constructiva, a nuestra jornada. ¿Odiamos a alguien? ¿Tuvimos
resentimientos? ¿Fuimos egoístas, deshonestos o cobardes? ¿Debemos
disculpas a alguien? ¿Llevamos dentro de nosotros cosas que debimos
haberle platicado a otra persona, sin ninguna demora? ¿Fuimos buenos
y comprensivos con todos? ¿Qué cosa hubiéramos podido hacer mejor?
¿Pensamos en nosotros mismos la mayor parte del día? ¿O pensamos
en lo que podríamos hacer por los demás, en nuestra pequeña

contribución que podremos aportar a la vida que transcurre? Mas
debemos poner mucha atención en no caer en inquietudes, en
remordimientos o en reflexiones depresivas, pues esto disminuirá nuestra
posibilidad de ser útiles a los demás. Después de este examen de
conciencia, le pedimos perdón a Dios, y le pedimos que nos haga saber
las medidas adecuadas para mejorar nuestra conducta.
Inmediatamente después de despertar, pensamos en la jornada que nos
espera. Hacemos un plan y, antes de comenzar, pedimos a Dios que
guíe nuestros pensamientos, suplicándole alejar de nosotros toda
autoconmiseración y todo comportamiento que pudiera ser deshonesto o
egoísta. En estas condiciones, podemos usar nuestras facultades
mentales con extrema seguridad, porque, después de todo, Dios nos ha
dado una inteligencia para servirnos de ella. Nuestra inteligencia se
elevará a una dimensión mucho más elevada, cuando nuestros
pensamientos sean liberados de motivaciones egoístas.
Cuando pensamos en la jornada que nos espera, quizás debamos
afrontar dentro de nosotros a la indecisión. Pudiera ocurrir que no
sepamos qué camino recorrer. Entonces pedimos a Dios que nos inspire,
que nos haga decidir, una intuición. Nos tranquilizamos, tomamos las
cosas con calma. No combatimos. Nos sorprendemos de poder encontrar
buenas resoluciones después de haber hecho estas tentativas durante
un cierto tiempo. Lo que tenía toda la apariencia de ser un golpe de
suerte o una inspiración del momento, poco a poco se convierte en un
hábito de nuestra mente. Como aún nos falta experiencia porque hace
poco tiempo que iniciamos un contacto con Dios, es poco probable que
seamos tocados por la inspiración todas las veces. Es posible también
que paguemos esta presunción con toda clase de acciones y de ideas
absurdas. No obstante, nos damos cuenta de que, con el tiempo,
naturalmente, nuestro modo de pensar se avecindará más cerca de la
inspiración. Poco a poco podremos fiarnos de ella.
Terminamos generalmente nuestra meditación con una oración en la que
pedimos a Dios que nos haga saber, durante todo el día, cuál es el
próximo paso que debemos dar y que nos conceda aquello que
necesitamos para resolver tales problemas. En particular, pedimos no ser
esclavos de las propias visiones personales, y nos cuidamos de pedir
algo para nuestra ventaja. Podemos pedir alguna cosa para nosotros que
sea también para el bien de otros. Ponemos mucha atención en que
nuestra oración no sea formulada para obtener el cumplimiento de
nuestros deseos egoístas. Muchos de nosotros han perdido mucho
tiempo haciendo esto, y así no se obtiene ningún resultado. Puede usted
fácilmente ver por qué.
Si las circunstancias lo permiten, podemos pedir a nuestras esposas o a
nuestros amigos unirse a nosotros en nuestra meditación de la mañana.

Si la religión que profesamos requiere expresamente ciertas oraciones de
devoción en la mañana, cumplimos este deber. Si no pertenecemos a
ninguna religión, escogemos algunas veces oraciones que delineen los
principios que hemos estudiado. Aunque hay muchos libros útiles, un
sacerdote, un pastor o un rabino están capacitados para darnos
sugerencias a este respecto. Dése rápidamente cuenta en qué cosa
tienen razón las personas religiosas. Sírvase de aquello que le ofrezcan.
Durante el día hacemos una pausa cuando estamos agitados o tenemos
dudas, y pedimos luz y acción. Nos acordamos en todo momento de que
ya no estamos para dirigir el espectáculo, repitiéndonos esta frase
muchas veces durante el día: Hágase Tu voluntad." Entonces corremos
mucho menos riesgos en lo que concierne a nuestros nervios, al miedo,
la cólera, la inquietud, la autoconmiseración y las decisiones alocadas.
Nos volvemos personas eficientes. No nos cansamos tan fácilmente,
porque no quemamos más nuestra energía de manera alocada, como lo
hacíamos cuando intentábamos organizar nuestra vida para
complacernos a nosotros mismos.
Este método es eficaz lo es realmente.
Nosotros, los alcohólicos, somos indisciplinados. Entonces dejemos que
Dios nos discipline con el método tan simple que acabamos de explicar.
Pero esto no es todo. Todavía hay muchas cosas que hacer. La fe sin las
obras es una fe muerta". El próximo capítulo está enteramente dedicado
al Duodécimo Paso

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