viernes, 9 de abril de 2010

PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN (Aparecida en abril de 1939)

     Quienes conformamos Alcohólicos Anónimos, somos más de cien mujeres y hombres que hemos logrado restablecernos de una condición de salud aparentemente sin esperanzas de cura, tanto de nuestra mente como de nuestro cuerpo. Es así que el propósito principal de este libro es el informar a otras personas alcohólicas, en una manera detallada, LA FORMA EN QUE HEMOS PODIDO RESTABLECERNOS. Abrigamos la esperanza de que estas páginas le resulten al lector afectado de alcoholismo lo suficientemente convincentes, a modo de que no busque una mayor certitud sobre el tema.


      Compartimos la idea de que esta comunicación de nuestras experiencias, asimismo, auxiliarán a las demás personas a comprender mejor al alcohólico. Hay muchos que aun no alcanzan a entender que el alcohólico es una persona muy enferma. Por otro lado, estamos seguros de que nuestra nueva forma de vida representa ventajas para todos.

     Como somos tan pocos actualmente, nos es necesario permanecer en el anonimato, con objeto de poder atender toda la gran cantidad de solicitudes personales que puedan resultar a partir de la publicación de esta obra. Debido a que la mayoría de nuestros miembros se desenvuelven en el ámbito de los negocios o de las profesiones, es por eso que no nos sería posible desempeñar nuestras actividades en forma normal. Queremos también dejar asentado que nuestro trabajo en alcoholismo es un esfuerzo desinteresado por parte de cada uno de nosotros. Tanto en forma escrita, como al dirigirse al público cada uno de nosotros tiene la encomienda de omitir su nombre personal y sólo presentarse en forma simple como: Un Miembro de Alcohólicos Anónimos"

     En una forma que podríamos denominar solemne, les suplicamos a los medios el observar este aspecto anterior pues, de lo contrario,
nos veríamos seriamente afectados.
 

     En el sentido más riguroso de la palabra, nosotros no conformamos una organización. De la misma manera, no cobramos honorarios, ni cuotas de ninguna especie. El único requisito si así le llamáramos es el tener una intención sincera dejar de beber. No profesamos ninguna fe en especial, ni tenemos nexos con ninguna secta, ni con ninguna religión formal ni tampoco nos oponemos a nadie en particular. Lo que más nos interesa es el poder ser útiles a quienes estén afectados de alcoholismo.

     Con un interés plenamente especial atenderemos a aquellas personas que ya hayan obtenido resultados partiendo de este libro y, muy particularmente, de quienes ya hayan iniciado una labor atendiendo a otros alcohólicos. Nos agradará enormemente el ser de utilidad en ambos casos a nuestros lectores.

LA OPINION DEL MEDICO

     Los miembros de Alcohólicos Anónimos consideramos que nuestros lectores se interesarán en conocer el informe que rinde un médico acerca  del método de restablecimiento que se describe en este libro. El testimonio más convincente desde luego será aquél que provenga de los médicos, sobre todo de aquéllos que han tenido ya experiencias con los padecimientos de nuestros miembros y que han sido testigos de nuestro regreso a un estado sano. Un médico muy prestigiado, él mismo, médico en jefe de un prominente hospital conocido en el ámbito nacional y que se ha especializado tanto en el alcoholismo, así como en la adicción a las drogas, le ha obsequiado a Alcohólicos Anónimos el siguiente reconocimiento:

A quien corresponda:

      Durante muchos años he estado especializándome en el tratamiento de alcoholismo. Hace casi cuatro años que atendí a un paciente que, no obstante haber sido un hombre de negocios muy capaz, y que gozaba de altos ingresos, era un alcohólico de las características que yo había llegado a diagnosticar como sin esperanza de curación.

     Cuando estaba en tratamiento tras su tercer ingreso al hospital, este paciente reunió una serie de ideas que había obtenido previamente, encaminadas a lograr un medio probable de rehabilitación del alcoholismo. Como una parte de su rehabilitación, empezó a compartir sus conceptos a otros alcohólicos, insistiendo en ellos con la idea de que debían, de la misma manera, compartir con otros alcohólicos tales ideas. A partir de esta base, ha empezado a crecer rápidamente una Agrupación de estos hombres y mujeres. Mi paciente y más de cien alcohólicos presentan rasgos de haberse recuperado.

      De manera personal he conocido a treinta de estos pacientes, mismos que tenían las mismas características de aquéllos en los cuales todos los recursos médicos disponibles habían fallado totalmente. Estos hechos representan una importancia médica suprema, debido a que las extraordinarias posibilidades de un rápido crecimiento particular a este grupo, representan muy probablemente el inicio de una nueva época en los anales del alcoholismo. Es probable que estas personas tengan ya el remedio para miles de situaciones semejantes.

Sobre todos los aspectos que les mencionen a los interesados estas personas sobre ellas mismas, pueden ustedes tener la más absoluta confianza.

Muy atentamente,
William D. Silkworth, M.D.


      El médico que nos otorgó esta carta, de acuerdo a nuestras peticiones, ha tenido la gentileza de ampliar aun sus puntos de vista en las aseveraciones que siguen. Aquí confirma que quienes hemos padecido
la tortura alcohólica debemos de entender que el organismo de un
alcohólico está tan enfermo como lo está su mente. No quedamos

satisfechos con que se nos dijese que no podíamos beber alcohol
ordenadamente nada más porque no nos ajustábamos a la vida, que
porque estábamos en un total alejamiento de la realidad, que porque
francamente padecíamos de defectos mentales. Todos estas razones
eran ciertas hasta cierto punto, es más, hasta un punto muy avanzado
respecto a varios de nosotros. Sin embargo, estamos seguros de que
nuestros organismos están igualmente enfermos. En nuestro punto de
vista, cualquier estudio que se haga sobre el alcohólico y que no
considere los factores físicos en forma integral, no será un estudio
completo.
La teoría del doctor, acerca de que tenemos una alergia al alcohol, nos
es muy interesante. Como personas no científicas, nuestra opinión
acerca de lo rotundo de este concepto, desde luego que puede significar
muy poco. Sin embargo, como personas que bebimos en el pasado,
podemos decir que esta explicación tiene mucho sentido. La misma
explica muchas cosas que de otra forma no podríamos considerar.
No obstante que apoyamos nuestra solución al alcoholismo sobre el
plano espiritual, así como el altruista, plenamente apoyamos la
hospitalización para aquel alcohólico que padezca de temblores o de
neblina causados por el alcohol. En la mayor parte de los casos, es un
imperativo el que el cerebro de una persona sea clarificado antes de ser
informado; pues de tal manera, dicha persona alcohólica tendrá una
mayor facilidad de entender y de aceptar todo lo que tenemos para
ofrecerle.
Es, de esta manera, que el doctor nos expresa lo siguiente:
El tema desarrollado en este libro me parece ser de fundamental
importancia hacia aquellas personas que padezcan de la adicción
al alcohol.
Esto lo digo después de mi experiencia de muchos años como
Médico en Jefe de uno de los hospitales más antiguos en el país
dedicados a tratar adicciones al alcohol y a las drogas.
Fue para mí, por lo tanto, un asunto de auténtica satisfacción
cuando se me pidió que aportara unas pocas palabras sobre un
tema que se desarrolla en un fino detalle en estas páginas.
Los médicos nos hemos dado cuenta por mucho tiempo de que
para las personas alcohólicas era de suprema importancia un
cierto tipo de psicología moral, mas su aplicación presentaba una
serie de dificultades que nos rebasaban a los médicos. Aun con
nuestras normas ultramodernas, con nuestro rigor científico
aplicado a todas las cosas; es probable que no estemos

suficientemente equipados para hacer la aplicación de todo aquello
bueno que existe fuera de nuestro sintetizado conocimiento.
Hace aproximadamente cuatro años que uno de los autores de
este libro se sometió a tratamiento en este hospital y durante su
estancia adquirió varias ideas, mismas que puso en aplicación
práctica enseguida.
Posteriormente, él pidió se le dejara platicar su historia a otros
pacientes aquí mismo y, no sin ciertos titubeos, se lo permitimos.
Los casos que le sucedieron han sido de lo más interesante; de
hecho, muchos de ellos son asombrosos. La abnegación de estas
personas, tal como lo hemos llegado a conocer, la ausencia total
de un sentido utilitario, así como su espíritu comunitario, alienta,
indudablemente, a quien ha trabajado larga e incansablemente en
este campo del alcoholismo. Estas personas tienen fe en si
mismas, y aun más fe en un Poder que arranca al alcohólico
crónico de las mismas puertas de la muerte.
Es desde luego deseable que un alcohólico sea liberado de su
anhelo físico por el licor, y esto a menudo requiere de una
hospitalización programada, con objeto de que las medidas de
orden psicológico sean de máximo beneficio.
Creemos, y así lo sugerimos hace unos pocos años, que la acción del
alcohol en estos alcohólicos crónicos es la manifestación de una alergia;
que el fenómeno de la sed alcohólica es característico de este tipo de
individuos y nunca se presenta en ninguna persona que ingiera alcohol
en forma ordenada, del tipo ordinario. Estos tipos alérgicos nunca
pueden ingerir alcohol en ninguna presentación sin que corran peligro;
también, una vez que se ha formado el hábito y que la persona ha visto
que no puede romperlo, una vez que han perdido la confianza en ellos
mismos, así como su confianza en los asuntos humanos, sus problemas
se acumulan sobre ellos y se convierten en algo asombrosamente difícil
de resolver.
La motivación emocional muy rara vez es suficiente. El mensaje que
puede interesar y sostener a estas personas alcohólicas debe tener peso
específico. En casi todos los casos, sus ideales deben depositarse en un
poder superior a ellos, si es que desean volver a crear sus vidas.
Si alguien cree que los psiquiatras que dirigimos un hospital para
alcohólicos damos la impresión de ser algo sentimentales, permítanle
que pase un tiempo con nosotros en la línea de fuego, que vea las
tragedias, que vea a las desesperadas esposas, a los niños pequeños;
que resuelva los problemas cotidianos hasta llegar a ser una rutina en
sus diarias ocupaciones, aun hasta de sus ratos de sueño y verá como

hasta el más insensible no se asombrará de por qué hemos aceptado y
animado este movimiento. Vemos que, después de muchos años de
experiencia, no hemos encontrado nada que haya contribuido más a la
rehabilitación de estos seres humanos que el altruista movimiento que se
está desarrollando entre ellos.
Hombres y mujeres beben esencialmente porque les agrada el efecto
que produce el alcohol. La sensación es tan engañosa que, en tanto que
ellos admiten que es nociva, después de un cierto tiempo no son
capaces de distinguir entre lo verdadero y lo que es falso. Para ellos su
vida alcohólica para ser la normal. No pueden descansar, están irritables
y descontentos, a menos que vuelvan a experimentar la sensación de
tranquilidad y de bienestar que sobreviene una vez que han tomado unos
tragos. Tragos que ellos ven a otros ingerir y salir sin dificultad alguna.
Después de que han sucumbido nuevamente a su deseo por beber,
como muchos lo hacen, desarrollándose el fenómeno de sed alcohólica;
atraviesan por las tan conocidas etapas de una juerga, de la cual quedan
con remordimientos y con una firme resolución de jamás volver a beber.
Este ciclo se repite una y otra vez y, a menos que la persona
experimente un cambio psíquico, existen muy pocas esperanzas de
rehabilitación.
Por otro lado y no importando lo extraño que pudiese parecer a quienes
no lo comprendan, una vez que ha ocurrido el cambio anímico, aquella
misma persona que parecía condenada, quien hubiese tenido tantos
problemas y que se hubiera desesperado de tener que resolverlos
siempre, repentinamente se encuentra en condiciones sencillas de
controlar su deseo por beber alcohol, siendo que lo único que requirió fue
seguir unas pocas y sencillas reglas.
Hay quienes han gritado ante mí en un sincero y desesperado ruego:
¡Doctor, ya no puedo seguir de esta manera. ¡Deseo seguir vivo! ¡Sé que
debo dejar de beber pero no puedo! ¡Tiene usted que ayudarme!"
Dando cara a este problema, si un médico es sincero consigo mismo,
algunas veces tendrá que admitir su incapacidad. No importa que dé todo
lo que él tenga, a menudo ese todo no es suficiente. Uno siente que
algo" más que el poder humano es necesario para que se produzca el
esencial cambio psíquico. Aunque es considerable el número de casos
de recuperación debidos al tratamiento psiquiátrico, los médicos
debemos de admitir que hemos ahondado poco en el problema
considerado en su globalidad. Hay muchos individuos que no están
reaccionando favorablemente al tratamiento psicológico.
No estoy enteramente de acuerdo con quienes creen que el alcoholismo
es en su totalidad un problema de control mental. He tenido a muchos
pacientes, por ejemplo, quienes han estado esforzándose en algún

problema, o en algún asunto comercial que se iba a finiquitar en una
cierta fecha, favorable para ellos. Bebieron una copa un día o un poco
más antes de esa fecha crucial y entonces el fenómeno de la sed
alcohólica de inmediato se colocó muy por encima de todos los demás
intereses, dando lugar a que esta importante reunión no se llevara a
cabo. Estos hombres no bebieron para escapar; estuvieron bebiendo
para superar una sed alcohólica que estaba mucho más allá de su
control mental.
Existen muchas situaciones que surgen del fenómeno de la sed
alcohólica y que hacen que los seres humanos hagan el sacrificio
supremo más que continuar luchando.
La clasificación de los alcohólicos parece ser mucho más difícil y sus
detalles minuciosos, es algo que se escapa del alcance de este libro.
Tenemos, desde luego, a los enfermos mentales, quienes son
emocionalmente inestables. Todos estamos ya familiarizados con esta
clasificación. Siempre están dejando de beber para siempre". Siempre
experimentan demasiados remordimientos y hacen muchas promesas,
pero nunca toman una decisión.
Existe el tipo de persona que no está dispuesta a admitir que no puede
beber una copa. Se pone a planear varias formas de beber. Cambia de
marca o de medio ambiente. Está la clasificación del que siempre piensa
que por haber estado sin alcohol en su organismo por un periodo puede
beber sin que esto le represente peligro. Está la clasificación del
maníaco-depresivo que es, muy probablemente, el menos comprendido
por sus amistades y acerca de quien se podría escribir un capítulo
completo.
De aquí siguen las clasificaciones de los totalmente normales excepto en
el efecto que el alcohol tiene sobre ellos. Son a menudo personas
competentes, inteligentes y amigables.
Todos estos y muchos otros tienen, sin embargo, un síntoma en común:
No pueden empezar a beber sin que se desarrolle en ellos el fenómeno
de la sed alcohólica. Este último fenómeno, tal como lo hemos sugerido,
probablemente sea la manifestación de una alergia la cual establece la
diferenciación de estas personas y los coloca por separado como seres
totalmente diferentes. Esta alergia, nunca ha podido erradicarse bajo
ningún tratamiento en forma permanente y del que tengamos
conocimiento. El único alivio que tenemos para sugerir es la total
abstinencia.
Esto último nos pone directamente en el estira y afloja de la controversia.
Se ha escrito mucho a favor, mucho en contra; sin embargo, entre los

médicos la opinión generalizada parece ser que los alcohólicos crónicos
están condenados a muerte.
¿Cuál es la solución? Permítanme contar una experiencia que me ocurrió
hace dos años:
Cerca de un año antes de esta experiencia nos fue traído un hombre
para ser tratado de alcoholismo crónico. Estaba casi recuperado de una
hemorragia estomacal y daba la impresión de ser un caso de deterioro
patológico mental. Ya había perdido todo lo que tenía de bueno en su
vida y sólo vivía, se puede decir que nada más para beber. Admitió
plenamente y creyó que no tenía esperanzas. Después de que se le
eliminó el alcohol de su organismo, encontramos que no había daño
cerebral permanente. Aceptó el método delineado en este libro. Un año
más tarde me pidió una cita para consulta y, en ese momento,
experimenté una sensación muy extraña. Lo conocía por su nombre y en
forma parcial reconocí sus facciones, pero ahí se acabó todo el parecido.
De aquel despojo tembloroso, desesperado y nervioso, había surgido un
hombre reluciente de confianza en si mismo y de contentamiento.
Platiqué con el un rato, pero no acababa de creer yo mismo que antes lo
había conocido. Me era extraño y en eso se marchó. Hace ya más de
tres años y no ha vuelto a beber alcohol.
Cuando necesito de un estímulo en mi mente para elevar el espíritu, me
pongo a pensar en otro caso que me reportó un destacado médico de
Nueva York. Sucede que el paciente ya se había hecho su propio
diagnóstico y decidió así que su situación no ofrecía ninguna esperanza,
escondiéndose en un granja desocupada ya con la intención de morirse.
Fue sacado de ahí por dos rescatistas y me lo trajeron en un estado
desesperado. Después de su rehabilitación física, tuvo una plática
conmigo en la cual con toda franqueza puso de manifiesto que el
tratamiento era una esfuerzo desperdiciado, a menos que yo le
asegurase lo que nadie le había hecho antes de que en lo futuro tendría
el la fuerza de voluntad" para no ceder al impulso por beber.
Era tan complejo su problema alcohólico y tan grande su depresión, que
creí que su única esperanza sería a través de lo que llamábamos
psicología del estado de ánimo" y dudamos que aun esto pudiese tener
algún efecto.
Sin embargo, sí compró este hombre las ideas contenidas en este libro.
Hace tres años ya que no ha vuelto a beber. Lo veo de vez en cuando y
es una muestra tan noble de comportamiento que uno quisiera siempre
encontrar.

Recomiendo de manera genuina a los alcohólicos a que lean este libro
hasta su última página y que si algunos de ellos lo hiciesen sólo por
mofarse, es posible que ellos mismos se pongan a rezar.
William D. Silkworth, M.D.
Recomiendo de manera genuina a los alcohólicos a que lean este libro
hasta su última página y que si algunos de ellos lo hiciesen sólo por
mofarse, es posible que ellos mismos se pongan a rezar.
William D. Silkworth, M.D.

CAPITULO I: LA HISTORIA DE BILL

La fiebre de la guerra estaba en su apogeo en aquel pueblo de Nueva
Inglaterra al cual habíamos sido asignados nosotros, los jóvenes oficiales
procedentes de la ciudad de Plattsburg, y nos sentíamos elogiados
cuando los primeros vecinos en recibirnos nos llevaban a sus casas y
nos hacían sentir héroes. Estaban aquí, pues, el amor, el triunfo , la
guerra; momentos sublimes salpicados de los intervalos más dichosos.
Era yo, finalmente, parte de la vida y en medio de la alegría, descubrí el
licor. Me olvidé de las enérgicas advertencias y de los prejuicios de mi
familia en lo que se refería a beber. Llegado el momento zarpamos hacia
ultramar. Me sentí muy solo y de nuevo acudí al alcohol.
Desembarcamos en Inglaterra y visité la Catedral de Winchester. Muy
conmovido me salí a caminar. Mi atención fue atraída por una leyenda
grabada en la lápida de una tumba:
Aquí yace un granadero de Hampshire
Quien pasó a la otra vida
Porque bebía bastante cerveza
Un viejo soldado nunca es olvidado
Haya muerto por mosquete
O por el tarro.
Ahí estaba una severa advertencia que yo no supe tomar en cuenta.
Una vez que regresé al país, a los veintidós años, era ya un veterano de
guerra en el extranjero. Fantaseaba yo con mis cualidades de jefe: los
hombres de mi batallón ¿acaso no me habían ya dado un testimonio de
su particular aprecio por mí? Mi talento para ser líder me iba a colocar a
la cabeza de enormes empresas que dirigiría yo con la más grande de
las seguridades.
Asistí a un curso nocturno de derecho y, posteriormente, obtuve un
empleo como investigador en una compañía aseguradora. La carrera

hacia el éxito ya había comenzado. Iba a demostrar al mundo entero que
yo era alguien. Mi trabajo me llevó a Wall Street y, poco a poco, me fui
interesando en el mercado de valores. Había muchos que perdían dinero,
pero otros hacían fortunas. ¿Por qué yo no?
Estudiaba economía y ciencias de la administración, además de derecho.
Por mi propensión al alcohol casi reprobé mi curso de derecho. Me
presenté a uno de los exámenes finales, tan borracho para escribir como
para pensar. Aunque en esta época no bebía yo de manera continua, mi
esposa ya se mostraba muy inquieta. Teníamos largas conversaciones
durante las cuales intentaba yo tranquilizar sus presagios diciéndole que
los hombres geniales habían tenido sus mejores ideas bajo el efecto del
alcohol; que las más sublimes teorías filosóficas habían nacido de la
misma manera.
Cuando finalizó mi curso de derecho, yo sabía ya que no estaba hecho
para esta disciplina. Estaba envuelto por el torbellino de Wall Street. Los
amos de las finanzas y del mundo de los negocios eran mis héroes.
Mezclando el alcohol con la especulación financiera, empecé a forjar el
bumerán que un día se volvería en mi contra y me haría pedazos. Como
vivíamos en forma modesta, mi mujer y yo habíamos economizado 1 000
dólares. Este dinero nos sirvió para comprar unas acciones de muy poca
demanda y que tenían un buen precio. Tenía yo razón al pensar que
algún día estas acciones llegarían a tener mucho valor. No había yo
podido convencer a mis amigos de la Bolsa para que me enviaran a
investigar acerca de la administración de fábricas y de otras empresas;
sin embargo, mi esposa y yo decidimos ir de cualquier forma. Estaba yo
plenamente convencido de que la gente perdía dinero en la Bolsa debido
a su ignorancia sobre los mercados. Más tarde, yo encontraría muchas
razones más.
Dejamos nuestros empleos para ir a la aventura a bordo de una
motocicleta en cuyo remolque colocamos una tienda de campaña,
cobijas, ropa para cambiarnos y tres voluminosos anuarios sobre
referencias bursátiles. Nuestros amigos nos decían que estábamos locos
de atar y quizá sí tenían razón. Gracias a algunas especulaciones de
suerte, teníamos un poco de dinero de sobra; sin embargo, una vez
tuvimos que trabajar en una granja durante un mes, para evitar gastarnos
ese pequeño capital. Por mucho tiempo, yo no tendría otro trabajo
manual honesto como éste. En un año ya habíamos recorrido toda la
parte oriental de los Estados Unidos. Los informes que había yo enviado
a Wall Street durante este tiempo me significaron a mi regreso una
posición destacada, así como la posibilidad de disponer de una generosa
cuenta de gastos. Otra transacción" afortunada en ese año me
proporcionó fondos adicionales que se tradujeron en una utilidad de
varios miles de dólares.

En el curso de los años siguientes, la suerte me trajo dinero y triunfos. Ya
había yo llegado". Numerosos eran aquéllos que adoptaban mis ideas y
se fiaban de mi juicio en esta danza de millones de dólares. La gran ola
de prosperidad del final de la década de los veintes estaba en su
cúspide. El tomar una copa se había convertido en una cosa importante
para mí. En los salones donde se tocaba jazz, el parloteo era altísimo.
Todos gastaban miles de dólares y se hablaba en términos de millones.
De los demás, yo me burlaba. Yo me había hecho de una multitud de
amigos de los buenos tiempos.
Mi consumo de alcohol aumentó seriamente. Bebía constantemente
durante el día y casi todas las noches. Los reproches de mis amigos
generaron disputas y me encontré solo de nuevo. Hubo numerosas
escenas desdichadas en nuestro suntuoso apartamento. Jamás le había
sido yo infiel a mi mujer debido a mi lealtad hacia ella, lealtad a menudo
respaldada por mi estado extremo de embriaguez que me mantuvo
alejado de estas andanzas.
En 1929 se apoderó de mí la fiebre del golf. Me fui enseguida al campo
con mi mujer para que aplaudiera, mientras que yo trataba de superar las
hazañas de Walter Hagen. El alcohol me atrapó mucho más rápido de lo
que hubiese yo podido vencer a Walter Hagen. Comencé a tener
temblores por las mañanas. El golf era una oportunidad para beber todos
los días y todas las noches. Experimentaba un gran placer en pasear a
bordo del coche por los campos del selecto club que tanto me había
impresionado cuando era joven. Ya usaba el magnífico abrigo que
usaban los afortunados. El banquero de mi localidad me observaba
depositar cheques de gran denominación con un divertido escepticismo.
Entonces, en octubre de 1929 se desencadenó un infierno en la Bolsa de
Valores de Nueva York. Después de uno de esos infernales días, iba yo
titubeante del bar de un hotel a las oficinas de la correduría. Eran las
ocho de la noche, cinco horas después de haber cerrado el mercado.
El telégrafo aún estaba funcionando. Me quedé observando un pedazo
de papel sobre el cual aparecía la inscripción XYZ- 32. En la mañana se
había cotizado en 52. Estaba yo arruinado al igual que varios de mis
amigos. Los diarios informaban acerca de personas que se habían
suicidado lanzándose de lo alto de las torres de la Bolsa. Esa situación
me provocó un disgusto. Pero yo no iba lanzarme. Me regresé al bar. Mis
amigos habían perdido muchos millones desde las diez de la mañana,
así pues ¿qué había de malo? Ya mañana sería otro día. A medida que
estaba bebiendo, mi antigua y tenaz determinación por ganar regresó a
mí.
Al otro día por la mañana le llamé a un amigo en Montreal. A él le había
quedado mucho dinero y era de la opinión de que mejor debía irme al
Canadá. En la primavera siguiente, mi mujer y yo ya llevábamos de

nuevo nuestro tren de vida habitual. Me sentía tal como Napoleón a su
regreso de la Isla de Elba. ¡Nada de una Isla de Santa Helena para mi,
eh! Pero la bebida me atrapó de nuevo y mi generoso amigo tuvo que
dejarme ir. Esta vez nos íbamos a quedar sin dinero.
Nos fuimos a vivir a la casa de mis suegros. Encontré un empleo y lo
perdí como resultado de una pelea con un taxista. Misericordiosamente,
no hubo nadie que pudiese adivinar que yo iba a estar sin trabajo durante
cinco años, o que iba a permanecer casi siempre ebrio durante todo ese
lapso. Mi esposa empezó a trabajar en una tienda de departamentos.
Llegaba a casa muy cansada sólo para verme borracho. En las firmas de
correduría me convertí en un parásito indeseable.
El licor dejó de ser un artículo de lujo para convertirse en una necesidad.
Dos o a veces tres botellas de ginebra de contrabando al día llegaron a
ser mi ración habitual. De tiempo en tiempo, alguna transacción pequeña
me dejaba algunos cientos de dólares; era entonces cuando iba a pagar
a los bares y las tiendas de abarrotes. El mismo ciclo se repetía sin
cesar. Posteriormente, empecé a despertar muy temprano en la
madrugada sacudiéndome con violentos temblores. Tenía que beber
cuando menos un vaso grande de ginebra y seis botellas de cerveza
para poder estar en condiciones de desayunar. Pero, con todo esto, yo
estaba convencido de poder controlar la situación y atravesaba por
períodos de sobriedad que le devolvían la esperanza a mi esposa.
Las cosas empezaron a deteriorarse poco a poco. La casa fue
embargada por el poseedor de la hipoteca, murió mi suegra y mi mujer y
mi suegro enfermaron.
Fue entonces que un prometedor negocio se me presentó. Las acciones
estaban en su nivel más bajo en el año de 1932, y de alguna manera yo
tenía a un grupo de compradores. Se me iba a dejar una parte generosa
de las utilidades. Pero entonces una tremenda borrachera me hizo perder
esa oportunidad.
Este golpe me abrió los ojos. Tenía que parar. Me di cuenta de que no
podía beber ni una sola copa. Estaba yo liquidado para siempre. Hasta
esa fecha había yo hecho una gran cantidad de bellas promesas; sin
embargo, mi esposa pensó que esa vez sí hablaba yo en serio. Y
efectivamente, hablaba yo en serio.
Un poco después regresé ebrio a casa. No había podido resistir. ¿Qué
había pasado con mis grandes resoluciones? No tenía yo la más mínima
idea. No habían llegado a mi mente. Alguien, alguien me había ofrecido
un trago y yo lo bebí. ¿Es que estaba yo loco? Empecé a preguntármelo,
pues tan asombrosa inconsistencia parecía confirmarlo.

Con una renovada resolución intenté de nuevo. Después de un cierto
tiempo, la confianza que había yo adquirido comenzó a cederle su lugar
a la presunción. ¡Ya podía darle la espalda a las cantinas y al alcohol. Ya
tenía de ahora en adelante lo que me hacía falta! Un día entré a un bar
para hacer una llamada. En un corto tiempo estaba yo golpeteando sobre
la barra y preguntándome cómo había ocurrido. Cuando el whisky se me
fue a la cabeza me dije que para la siguiente ocasión controlaría mejor
las cosas, pero por lo que hacía a ese momento lo mejor era
emborracharse. Y así lo hice.
Jamás podré olvidar el remordimiento, el terror y la desesperación que
volví a sentir en las primeras horas de la mañana. No tenía el coraje para
combatir. No alcanzaba a controlar mi agitada cabeza y tenía el
sentimiento de una inminente catástrofe. Con trabajos me atreví a cruzar
la calle para no caerme y ser arrollado por un camión. Apenas había un
poco de luz de día. Un lugar que funcionaba toda la noche me surtió con
una docena de vasos de cerveza. Finalmente, mis crispados nervios se
calmaron. Al leer el diario de la mañana me enteré de que el mercado de
valores nuevamente se había ido a pique. Lo mismo que yo. El mercado
de valores se iba a recuperar, pero yo no. Esta última idea me dañó
mucho. ¿Suicidarme? No. Ahora no. Una neblina mental se asentó. Ya la
ginebra se encargaría de eso. Dos botellas más y... el olvido.
El cuerpo y la mente son unas máquinas prodigiosas, pues los míos
resistieron esta agonía por dos años más. A veces, cuando el terror y la
locura de la mañana se apoderaban de mí, robaba algo de dinero del
pobre portamonedas de mi esposa. De nuevo, tambaleándome y
vacilando ante una ventana abierta, o ante el botiquín de medicinas
donde había veneno, maldiciéndome por ser un cobarde. Mi esposa y yo,
buscando huir de esta situación, salíamos de viaje al campo y de regreso
a la ciudad. Llegó entonces la noche en que la tortura física y mental era
tan infernal que temí suicidarme lanzándome a través de la ventana,
haciéndola añicos. De alguna manera pude arrastrar mi colchón a un
piso inferior, para el caso de que saltara por la ventana. Un médico vino a
administrarme sedantes poderosos. Al día siguiente ya estaba yo
mezclando licor con los calmantes. Esta combinación en breve tiempo
me llevó al punto de crisis. Las personas temían por mi salud mental. Y
también yo. Cuando bebía, no comía nada, o casi nada. Me faltaban
cuarenta libras para llegar a mi peso normal.
Gracias a la bondad de mi madre y de mi cuñado médico, fui admitido en
un hospital reconocido en todo el país por su programa de rehabilitación
física y mental para alcohólicos. Bajo los efectos de un tratamiento con
belladona, se aclaró mi mente. La hidroterapia y los ejercicios ligeros me
hicieron bien. Pero lo mejor de todo fue que me topé con un médico
comprensivo. Me explicó que aunque indudablemente egoísta y estúpido,

yo había estado
mentalmente.
seriamente
enfermo
tanto
del
cuerpo
como
Me consoló un poco el saber que, para los alcohólicos, la voluntad es
asombrosamente débil cuando se trata de combatir el alcohol, sin
importar lo fuerte que pueda ser para otros asuntos. Encontraba yo al fin
una explicación a mi comportamiento increíblemente en desacuerdo con
mi intenso deseo de dejar de beber. Comprendiendo al fin mi condición,
me fui lleno de esperanzas. Durante tres o cuatro meses, el optimismo
me daba alas. Iba yo a la ciudad en forma regular y hasta gané algo de
dinero. El conocimiento de uno mismo: era ahí donde seguramente
estaba la respuesta.
Ésta no era la respuesta, pues llegó el terrible día en que bebí de nuevo.
Mi salud moral y física se fue al precipicio. Después de cierto tiempo
regresé de nuevo al hospital.
Tuve la impresión de que era el fin, la caída del telón. Mi pobre esposa,
extenuada y desesperada, fue advertida acerca de mi estado. Moriría yo
de una falla cardiaca durante una crisis de delirium tremens o, bien, me
afectaría un caso de impregnación etílica del cerebro, quizás en el curso
de un año. En breve fecha ella estaría decidiendo si me confiaba al
cuidado de las pompas fúnebres o a un hospital psiquiátrico.
No fue necesario que me lo dijeran. Yo lo sabía y estaba casi feliz. Era
un golpe mortal asestado a mi orgullo. Héme ahí, yo, que tenía una
opinión tan alta de mí mismo, de mis aptitudes y de mi capacidad para
salvar obstáculos, estaba totalmente derrotado. Iba ahora a hundirme en
la oscuridad, uniéndome a la interminable fila de ebrios que me habían
precedido. Pensé en mi desdichada esposa. Sí, había existido mucha
felicidad, después de todo. Qué no haría yo por restablecer nuestra
dañada relación matrimonial. Pero en este punto ya era demasiado tarde.
No tengo palabras para describir la soledad y la desesperación que viví
en esa amarga negrura de la conmiseración de mí mismo. Tenía la
sensación de estar rodeado de arenas movedizas. Eran más fuertes que
yo; estaba vencido; el alcohol era mi dueño.
Cuando, todo tembloroso, salí del hospital, era un hombre derrotado. El
miedo me hizo dejar de beber temporalmente. Un poco después, en la
celebración del Armisticio de 1934, la insidiosa aberración de esa primera
copa se volvió a apoderar de mí, y una vez más volví a empezar. Ya
todos se habían hecho a la idea y aceptaban la certera eventualidad de
mi internamiento o de mi final desdichado. ¡Qué oscuro es todo antes de
la aurora! De hecho, estaba viviendo el principio de mi debacle final. Yo
estaba seguro del hecho de ser lanzado hacia aquello que me gustaba
llamar la cuarta dimensión de la existencia. Iba a descubrir la dicha, la

paz y una razón de ser, gracias a un modo de vida que se revela
increíblemente más maravilloso, día con día.
Una de esas tristes tardes de finales del mes de noviembre, tomé un
vaso y me senté en la cocina. Estaba bastante contento de pensar que
había suficiente ginebra escondida en la casa para poder pasar la noche
y el día siguiente. Mi esposa estaba trabajando. Yo me preguntaba si
sería capaz de atreverme a esconder una botella cerca de la cabecera de
nuestra cama. La iba a necesitar antes de que amaneciera.
Mis sueños fueron interrumpidos por el teléfono. Con una voz llena de
buen amor, un antiguo compañero de escuela me preguntaba si podría
pasar a visitarme. Estaba sin beber. No recordaba que él hubiese venido
a Nueva York en ese estado desde hacía años.
Yo estaba asombrado. Corría el rumor de que había sido internado en un
hospital por locura alcohólica. No podía dejar de preguntarme cómo
había hecho para escaparse. Bueno, de seguro, cenaría en casa y
entonces podría yo beber en su compañía sin tener que esconderme.
Muy poco cuidadoso de su bienestar, yo sólo pensaba en recapturar el
espíritu de otros días. Alguna vez fletamos un avión ¡para completar una
juerga! Su llegada iba a ser un oasis en este temible desierto en el que
nada parecía funcionar. Sí, así era ¡un oasis! Así son los alcohólicos.
Cuando le abrí la puerta, le vi la piel fresca y el semblante brillante. Había
algo de particular en su mirada. Era diferente, pero sin que pueda yo
explicar por qué. ¿Qué le habría ocurrido?
Le extendí un vaso a través de la mesa. Lo rechazó. Desilusionado, pero
con mucha curiosidad me preguntaba yo qué le había ocurrido. Ya no era
el mismo.
Vamos, vamos. ¿Qué pasa? pregunté.
Me miró derecho a los ojos. Y, en forma sencilla pero sonriente, me dijo:
Ya tengo religión.
Me quedé petrificado. Conque eso era: El año anterior un alcohólico
enloquecido; ahora, sospechaba yo, algo intoxicado de religión. Tenía
esa mirada de ojos encendidos. Sí, el compañerito estaba de nuevo
emocionado con algo. ¡Bueno, pues que Dios lo bendiga y que se ponga
a predicar! Además, mi ginebra iba a durar más que su sermoneo.
Pero no predicó. En poco tiempo me platicó cómo dos hombres se
habían presentado ante un tribunal y habían convencido al juez para que
no lo enviara a prisión. Ellos habían comentado acerca de una idea

religiosa simple y de un programa de acción para poner en práctica. Eso
había ocurrido dos meses atrás y el resultado era elocuente: ¡funcionaba!
Él había llegado para beneficiarme con su experiencia, si es que yo lo
deseaba. Estaba aturdido, pero sí me interesé. ¡Claro que me interesaba!
Y no podía ser de otra manera, ya que no tenía remedio.
Habló durante horas. Los recuerdos de mi infancia llegaban a mi mente.
Me parecía escuchar, como en aquellos domingos apacibles, la voz del
predicador que me llegaba de lejos hasta la colina donde yo estaba
sentado; estaba ahí el juramento de no beber vinos ni otros licores que
nunca firmé; el desprecio moderado de mi abuelo hacia algunos
adoradores y sus actos; su insistencia en que las esferas celestiales
tenían música; mas su negativa al derecho del predicador de decirle a él
cómo debía escuchar tal música y cómo hablaba sin temor alguno de sus
convicciones justamente antes de morir; todos esos recuerdos afloraron
a la superficie. Tenía yo la garganta reseca.
Volví a pensar en ese día de la guerra en que visité la Catedral de
Winchester.
Siempre había creído en un poder superior a mí mismo. Siempre había
reflexionado sobre estas cosas. No era ateo. Pocas gentes lo son
realmente, pues el ateísmo implica una fe ciega en la hipótesis extraña
de que este universo ha salido de la nada y va hacia la nada. Mis héroes
intelectuales, los químicos, los astrónomos, aun los evolucionistas
suponían que grandes leyes y grandes fuerzas regían este mundo. A
pesar de pruebas contrarias, me quedaban pocas dudas de que un
motivo y un orden poderosos regían ese mundo. ¿Cómo podrían existir
tantas leyes precisas e inmutables sin que hubiese la intervención de
alguna forma de inteligencia? No podía hacer otra cosa que creer en un
Espíritu del universo, el cual no conocía ni tiempos, ni límites. Pero era
hasta ahí adonde yo había llegado.
Es así que me alejé de los ministros religiosos y del mundo de la religión.
En cuanto se me hablaba de un Dios personal, de un Dios que era amor,
dirección y fuerza suprahumanos, me irritaba y mi mente se cerraba de
golpe contra tal teoría.
A Cristo le concedía yo el valor de ser un gran hombre, cuyos discípulos
no lo habían seguido fielmente. Sus enseñanzas morales, excelentes.
Por mi parte, me había quedado con los principios que me parecían
prácticos y que no eran demasiado exigentes; y el resto lo deseché.
Las guerras que se habían peleado, los incendios y las trampas que la
controversia religiosa había provocado me enfermaban. Me preguntaba
sinceramente si, en su totalidad, las religiones del mundo tendrían algo

de bueno. Eso era por lo que yo había visto en Europa y después, el
poder de Dios en los actos humanos era insignificante, la Fraternidad
entre los Hombres era una farsa trágica. Si existía el diablo, él parecía
ser el dueño del mundo y de los destinos humanos y, cosa cierta, era mi
dueño.
Pero mi amigo, sentado frente a mí, declaró a quemarropa que Dios
había hecho por él lo que él nunca pudo hacer para sí. Su voluntad de
ser humano había fracasado. La medicina lo había declarado como
irrecuperable. La sociedad se estaba apresurando a encerrarlo. Así como
yo, él había admitido su derrota total. Más tarde, literalmente, había
resucitado de entre los muertos, repentinamente sacado del fondo más
bajo hacia un nivel de vida mejor que él hubiese jamás conocido.
¿Habría surgido esta fuerza de él mismo? No, claro que no. No había
habido en él más fuerza que la yo hubiese tenido en ese momento; y
esto era nada, nada en absoluto.
Me cayó aquello como una tonelada de ladrillos. Empecé a creer que las
personas con religión habían tenido quizás la razón, después de todo.
Había ocurrido algo en el corazón de un hombre y este algo había
logrado lo imposible. Mi opinión acerca de los milagros había sido de
súbito reexaminada. Poco importaba el tiempo lejano: tenía ante mí, al
otro lado de la mesa, a un milagro viviente. Él aportaba un suceso
extraordinario.
Vi que mi amigo estaba mucho más que readaptado psicológica mente.
Sus raíces habían llegado hasta un suelo nuevo. A pesar de su ejemplo
viviente, me quedaban aún vestigios de mis viejos prejuicios. La palabra
Dios aún causaba en mí una cierta antipatía. Una vez que fue expresada
la idea de que podría existir un Dios personal que se ocupase de mí, mi
antipatía se intensificó. La idea no me agradaba. Podría aceptar ciertas
concepciones tales como de una Inteligencia Creadora, de una Mente
Universal o del Alma de la Naturaleza, pero me resistía al concepto de
Emperador de los Cielos, no obstante lo amable que su dominio pudiese
ser. Desde entonces he platicado con infinidad de personas que
pensaban como yo.
Mi amigo hizo una sugerencia que me pareció novedosa: ¿Por qué no
seleccionas por ti mismo tu propia concepción de Dios?"
Su proposición me golpeó el corazón. Sentí que se derretía la montaña
glacial de los prejuicios intelectuales a la sombra de los cuales yo había
temblado por años y años. Al fin, volvía yo a encontrar el sol.
Se trataba solamente de estar dispuesto a creer en un Poder Superior a
mí mismo. No tenía que hacer nada más para comenzar. Vi que el

crecimiento podría iniciar a partir de ese punto. Al adoptar una actitud de
completa buena voluntad, podría yo conocer el cambio que veía en mi
amigo. ¿Lo lograría? ¡Claro que lo lograría!
Es de esta manera que he llegado a convencerme de que Dios se ocupa
de los hombres, cuando lo deseamos con todo el corazón. Al fin veía,
sentía, creía. Capas y capas de orgullo y de prejuicio caían de mis ojos.
Un nuevo mundo aparecía ante mi vista.
Repentinamente comprendí el verdadero significado de la experiencia de
la catedral. Por un instante yo había tenido necesidad de Dios y Lo había
querido. Tímidamente yo había querido que estuviese allí y Él había
venido. Pero muy pronto el sentimiento de su presencia había sido
sofocado por los clamores del mundo, sobre todo aquéllos que se
elevaban dentro de mí. Y así había sido desde entonces. ¡Qué ciego
había estado!
En el hospital me separé del alcohol por última vez. El tratamiento
parecía ser el indicado, ya que yo mostraba síntomas de delirium
tremens.
Después, yo me ofrecí humildemente a Dios, tal como lo concebí, Le
pedí que dispusiese de mí como Él lo deseara. Me puse sin reservas
bajo Su cuidado y dirección. Admití por vez primera que por mí mismo yo
no era nada; que sin Él estaba yo perdido. Sin reservas encaré mis
pecados y estuve de acuerdo en que mi nuevo Amigo los extirpase.
Desde entonces jamás he vuelto a beber.
Mi antiguo compañero de escuela me vino a visitar y le hice saber todos
mis problemas y todas mis deficiencias. Hicimos la lista de personas a
quienes en alguna forma yo les hubiese causado un daño o hacia
quienes yo nutría rencores. Me mostré enteramente dispuesto a
encontrar a esas personas y a admitir mis errores, sin jamás juzgarlas.
Yo iba a corregir todos mis errores lo mejor que pudiese.
Debía poner a prueba mi pensamiento mediante la conciencia de la
presencia de Dios en mí. El sentido común iba a ser sustituido por la guía
divina. ¿Cómo? Cuando tuviese dudas, me sentaría tranquilamente y
pediría solamente que me fuesen dadas la fuerza y la luz para atender
mis problemas en la forma en que Dios lo quisiese. Jamás debería rezar
para mí, sino para pedir ser más útil a los demás. Solamente así podría
esperar ser correspondido. Pero, en tal caso, sería correspondido
abundantemente.
Mi amigo me prometió que cuando se realizaran estas cosas, viviría yo
un nuevo género de relación con mi Creador; que tendría en mis manos
los elementos de un modo de vida que traería la solución a todos mis

problemas. Esencialmente, era suficiente creer en el poder de Dios y
estar dispuesto, con toda humildad y con toda honestidad, a establecer y
a mantener este nuevo orden de cosas.
Simple, pero no sencillo; un precio habría de pagarse. Aquello significaba
la destrucción de mi egocentrismo. Debía de poner todas las cosas en
manos del Padre de la Luz que reina sobre todos nosotros.
Estas proposiciones eran a la vez que radicales, revolucionarias; pero, a
partir del momento en que las hube aceptado, el efecto fue electrizante.
Tuve una impresión de victoria, seguida por una sensación de paz y
serenidad como jamás la había experimentado. Tenía una confianza
plena. Me sentí transportado, tal como si el tonificante viento fresco de
las montañas me hubiese envuelto. A la mayoría de los seres humanos,
Dios se le manifiesta poco a poco, pero Su encuentro conmigo fue
repentino y profundo. Durante un cierto tiempo me sentí inquieto; llamé a
mi médico amigo para preguntarle si él creía que yo aun estuviese sano
de la mente. Asombrado, escuchaba lo que yo le contaba.
Finalmente, y sacudiendo su cabeza, me dijo: Algo ha llegado a ti que no
alcanzo a comprender. Pero es preferible que te aferres a ello. No
importa lo que sea, pero es mejor que el estado en que te encontrabas."
Al día de hoy, este buen doctor tiene a menudo la oportunidad de
encontrar pacientes que desarrollan experiencias como la mía. Él sabe
que son verdaderas.
En mi cama del hospital me asaltaba el pensamiento de que habría miles
de alcohólicos desesperados que estarían felices de beneficiarse con
aquello que me había sido dado de manera tan gratuita. Quizás pudiese
ir en auxilio de algunos. A su vez, ellos podrían acudir en auxilio de otros.
Mi amigo había insistido sobre la absoluta necesidad de poner en
práctica estos principios en todos los aspectos de mi vida. Era necesario,
sobre todo, tratar de ayudar a otros alcohólicos tal como él lo había
hecho conmigo. La fe sin obras es una fe muerta, me decía. ¡Qué
importante es esto para los alcohólicos! Puesto que si un alcohólico se
descuida en enriquecer y perfeccionar su vida espiritual con el trabajo y
la dedicación hacia los demás, no podrá superar las pruebas y las
depresiones que le esperan. Si no se empeña en este crecimiento
interior, con toda seguridad volverá a beber y, si bebe, morirá, de seguro.
Entonces, la fe estaría muerta, efectivamente. Y es así también para
nosotros.
Mi mujer y yo nos adherimos con entusiasmo a la idea de ayudar a otros
alcohólicos a encontrar una solución a sus problemas. Ésta era una cosa
óptima, ya que mis antiguos socios de negocios dudaron de mi
restablecimiento durante un año y medio, periodo en el que tuve poco

trabajo. No me sentí muy bien en ese tiempo y me atormentaban
accesos de conmiseración por mí mismo y de resentimiento. Estos
sentimientos algunas veces me hicieron casi volver a beber, sin
embargo, comprendí que donde todos los demás métodos habían
fracasado, la dedicación hacia otro alcohólico me mantenía a salvo. Más
de una vez regresé a ese hospital, desesperado. Al hablarle a algún
alcohólico ahí mismo, me levantaba y volvía a andar sobre mis pies. Este
modo de vida da resultados en los momentos difíciles.
Rápidamente comenzamos a hacer amigos y, tras de nosotros surgió
una Confraternidad, de la cual es maravilloso sentir uno que forma parte
de ella. La alegría de vivir está siempre con nosotros, tanto en las
situaciones de tensión, como en las de dificultades. He visto centenas de
familias tomar el camino que en verdad los lleva a una meta; he visto
desarrollarse favorablemente situaciones familiares en verdad
desesperadas; he visto solucionarse enemistades y rencores; he visto
hombres abandonar los manicomios y volver a sus puestos en las vidas
de sus familias y de su ambiente social. Hombres de negocios y
profesionistas han recuperado su rango social. No ha habido ningún
género de dificultades o de miseria que no haya sido resuelto entre
nosotros. En una ciudad del Oeste del país hay ochenta de nosotros con
sus familias. Nos reunimos frecuentemente en nuestros diferentes
hogares, a fin de que los recién llegados encuentren la amistad
reconfortante que necesitan. En estas reuniones informales podemos
encontrar de 40 a 80 personas. Estamos creciendo en número y en
fuerza.
Un alcohólico ebrio es un ser desagradable. La labor de persuasión que
debemos desarrollar ante ellos es a veces ardua, cómica y trágica. Uno
de nosotros, desafortunadamente, se suicidó en nuestra casa. No pudo o
no quiso comprender nuestro modo de vida.
En aquello que hacemos hay una gran alegría. Supongo que algunas
personas se escandalizarán a causa de lo que pareciese ser mundano y
poco serio. Más, bajo esa apariencia somos implacablemente serios. La
fe en Dios debe de cumplir su obra día por día en nosotros y a través de
nosotros, o si no perecemos.
La mayoría de nosotros creen que ya no tenemos que buscar la Utopía.
Lo que tenemos con nosotros, aquí, ahora, es eso. Todos los días,
aquella sencilla conversación de mi amigo en la mesa de la cocina se
repite y se multiplica en un círculo siempre más grande de paz sobre la
tierra y de buena voluntad hacia los hombres.

CAPITULO II: HAY UNA SOLUCION

Quienes estamos en Alcohólicos Anónimos hemos conocido a más de
cien personas de ambos sexos que se hallaban, en una cierta etapa de
su existencia, tan desesperados como una vez lo estuvo Bill. Casi todos
se restablecieron. Encontraron una solución a su problema de alcohol.
Somos ciudadanos comunes. Todos los niveles de nuestro país y la
mayor parte de las actividades y las profesiones están representados en
nuestra agrupación, así como todos los grupos políticos, económicos,
sociales y religiosos. Somos personas que por lo común no nos
mezclamos. Mas en medio de nosotros existe una fraternidad, una
aceptación y una bondad tan maravillosas que no podemos describirlas.
Somos como aquellos pasajeros de un barco que, después de haber
escapado del naufragio, se olvidan de las diferencias sociales y se unen
en un mismo sentimiento de alegría y fraternidad, que va de popa a proa
indistintamente. Más, al contrario de lo que sucede con los pasajeros de
una nave, la alegría de estar a salvo no se desvanece cuando alguno de
nosotros vuelve a tomar su propio destino. El sentimiento de haber
atravesado el mismo peligro es uno de los elementos del poderoso lazo
que nos une. Sin embargo, por sí solo, este sentimiento no nos habría
acercado unos a otros como ahora lo estamos.
Lo que hay de extraordinario para cada uno de nosotros, es que hemos
descubierto una solución común. Tenemos una salida sobre la cual
estamos absolutamente de acuerdo y que nos une en una acción
fraternal y armoniosa. Es este el gran mensaje que anuncia este libro a
aquéllos que sufren de alcoholismo.
Una enfermedad como el alcoholismo hemos llegado a considerarlo
como una enfermedad afecta el entorno de aquél o de aquélla que lo
sufre como ninguna otra enfermedad puede hacerlo. Un enfermo de
cáncer cuenta con la simpatía de todos y nadie más se irrita o es
lastimado. No sucede así con el alcoholismo, ya que esta enfermedad
implica el aniquilamiento de todos las cosas de valor en la vida. El
alcoholismo afecta a todos aquéllos que se relacionan con la persona
afectada por el mismo. Fuente de terrible incomprensión y resentimiento,
el alcoholismo es causa de inseguridad financiera, repulsa a los amigos y
a los superiores. Las vidas inocentes de los hijos, de las esposas y de los
padres de alguna forma se vuelven desdichadas por esta enfermedad. Y
la lista de desgracias podría llevarse hasta lo infinito.
Esperamos que nuestro libro informe y reconforte a aquéllos que
pudiesen estar afectados por este mal. Ellos son muy numerosos.
Psiquiatras de reconocida fama han tenido la oportunidad de tener como
pacientes a algunos de nosotros y se han dado cuenta de que no han
podido convencer a un alcohólico para que discuta su caso sin reservas.
Y, cosa extraña, nuestras esposas, nuestros padres y nuestros amigos

íntimos generalmente encuentran difícil establecer contacto con un
alcohólico.
Como contrapartida, sin embargo, el antiguo bebedor que ha encontrado
nuestra solución y que conoce bien los hechos en lo que concierne a su
alcoholismo, generalmente puede llegar a ser el confidente de otro
alcohólico en pocas horas. Pero, en tanto que no exista esta
comprensión mutua, no hay nada, o casi nada, que pueda lograrse.
El hecho de ser abordado por una persona que ya ha experimentado el
mismo problema, el escuchar a esta persona hablar con certeza y con
conocimiento de causa, el ver en su comportamiento mismo que posee la
respuesta verdadera, el constatar que no se coloca en un plano de
superioridad moral, que no predica para su santo y que está motivada
por el deseo sincero de ayudar; el hecho de que no hay que pagar
ningunos gastos, ni alabar a nadie, ni sufrir ningún reproche; reunidas
todas estas condiciones hacen que el acercamiento sea más eficaz. Son
numerosos quienes se han levantado de sus lechos de enfermos y
reiniciado su camino después de haber sido informados por un
alcohólico.
Ninguno de nosotros consagra todo su tiempo a este trabajo y no
creemos que seríamos más eficaces si lo hiciéramos. Creemos que el
parar de beber es sólo el principio. Es aun más importante el poner en
acción nuestros principios en nuestros propios hogares, en el trabajo y en
todos nuestros actos de la vida. Todos nosotros consagramos una gran
parte de nuestro tiempo libre a este tipo de servicio, del cual hablaremos
posteriormente en esta obra. Algunos afortunados llegan a dedicarse casi
todo el tiempo a este servicio.
De actuar como lo hacemos, es indudable que resultaría un gran
beneficio de nuestro servicio, mas el problema apenas habría aflorado a
la superficie. Aquéllos de entre nosotros que viven en una gran ciudad se
desaniman con la idea de que, muy cerca, centenares de alcohólicos
caen en el olvido día con día. Un buen porcentaje de esos casos se
resolvería si tuviesen nuestra fortuna. ¿Entonces, como ofrecerles lo que
se nos ha dado tan desinteresadamente?
Estas reflexiones nos han llevado a publicar un libro, sin nombre de
autor, para exponer el problema tal como lo vemos nosotros. En él
aportaremos nuestra experiencia combinada y nuestro conocimiento.
Este libro deberá sugerir un programa útil para todo individuo con
problemas de alcoholismo.
Era necesario incluir en nuestro libro los aspectos de orden médico,
psiquiátrico, social y religioso. Estamos conscientes de que estos temas
pueden ser causa de controversias. Nada nos agradaría tanto como

escribir una obra que no incluyese ningún tema de debate o de política.
Haremos todo lo que podamos para alcanzar este objetivo. Todos
estamos de acuerdo en que una auténtica tolerancia hacia los puntos de
vista de otros, así como un profundo respeto por la opinión ajena son
actitudes que bien pueden ayudarnos a lograr nuestras metas. Nuestra
misma vida, la vida de un antiguo ebrio, depende de nuestro deseo de
ayudar a otros y de encontrar los medios adecuados para responder a su
necesidad.
Quizás ya se pregunte usted por qué es que todos nosotros nos
enfermamos tanto a causa del alcohol. Quizás sienta usted curiosidad
por saber por qué y cómo no obstante la opinión contraria de los expertos
nos hemos recuperado de una condición física y mental sin esperanza. Si
usted es un alcohólico que desee liberarse del estado en que se
encuentra, quizá se esté preguntando: ¿Qué debo hacer?"
El objetivo de este libro es aportar respuestas precisas a este tipo de
preguntas. Le contaremos todo lo que hemos hecho. Antes de entrar en
detalles, nos parece útil exponer en forma sucinta nuestro punto de vista
sobre ciertas cosas. Cuantas veces se nos ha dicho : En cuanto al
alcohol, yo puedo beberlo o no beberlo si así lo deseo. ¿Por qué tú no?
Si no puedes beber razonablemente, sería mejor que no bebieras." Aquél
es incapaz de controlarse cuando se trata de alcohol." ¿ Por qué no
intentas beber sólo cerveza o vino?" No tomes bebidas con alto grado de
alcohol." De seguro, le falta voluntad." Si quisiera, dejaría de beber." Ella
es una chica tan linda que por consideración él debería dejar de beber."
El médico le dijo que si seguía bebiendo se moriría, pero está siempre
achispado."
Estas son expresiones comunes que escuchamos a menudo. Denotan un
mundo de ignorancia y de malentendidos y son las reacciones de
personas que reaccionan muy diferentemente a nosotros frente al
alcohol.
Quien no bebe excesivamente no encuentra ninguna dificultad en parar
de beber, si hay una buena razón para hacerlo. Puede beber o no beber,
a su pleno albedrío.
Igualmente está el caso del gran bebedor. Él puede haber bebido por
mucho tiempo como para que su salud física y mental se afecte. Su vida
misma puede ser corta por una muerte prematura. Sin embargo, si esta
motivado por una razón suficientemente seria, como una salud precaria,
una nueva relación amorosa, un cambio de ambiente o aun una seria
advertencia de su médico, este bebedor será capaz, si no de cortar
totalmente, sí al menos de moderar su consumo, no obstante que lo
encuentre difícil y pueda aun necesitar atención médica.

Pero ¿qué se puede decir del verdadero alcohólico?. Él pudo haber
iniciado siendo un bebedor moderado; después pudo convertirse o no en
un gran bebedor, pero, en una cierta etapa de esta evolución, llega un
momento en que no puede ya cesar de consumir alcohol a partir de que
empieza a beber.
Su comportamiento lo deja a usted perplejo. El alcohólico hace cosas
absurdas, inexplicables y a veces hasta trágicas cuando bebe. Tiene una
doble personalidad, como el Dr. Jekill y Mr. Hyde: Un hombre perfecto y
cuando bebe, un auténtico demonio. Raramente se le encuentra
ligeramente achispado, siempre está embriagado. A fuerza de beber, su
carácter natural se modifica. Puede ser el hombre más amable del
mundo, pero dejándolo beber se convierte en antisocial, repugnante y
peligroso. Posee la cualidad de embriagarse en el momento más
inoportuno, especialmente cuando es necesario tomar una decisión
importante o mantener una promesa. Es a menudo un hombre lleno de
equilibrio y de buen juicio en todos aspectos, pero en cuanto al alcohol es
increíblemente deshonesto y egoísta. Es competente, posee una
habilidad, así como dotes excepcionales, y tiene ante él un carrera
prometedora; se esfuerza en preparar un porvenir brillante para él y su
familia, después echa todo por la borda con una serie de insensatas
juergas. Es alguien que se va a dormir tan ebrio que se creería
permanecerá dormido por veinticuatro horas. Sin embargo, desde que
despierta al día siguiente busca ávidamente la botella que escondió la
noche anterior. Si tiene los medios, será capaz de esconder el alcohol
por todos lados, en los lugares menos pensados en la casa, para estar
seguro de que nadie tirará su reserva total por la tubería. Cuando se
agrava su estado, comienza a ingerir una combinación de potentes
sedativos y alcohol para calmar sus nervios y estar en condiciones de
trabajar. Llega entonces el día en que él simplemente no puede seguir
así y se emborracha nuevamente. Es posible que vaya con su médico,
quien le administrará morfina o algún sedante capaz de calmarlo.
Después viene el principio de las idas al hospital o a los psiquiátricos.
Este retrato que acabamos de esbozar del verdadero alcohólico está aún
lejos de estar completo; las conductas varían de un sujeto a otro. Pero de
un modo general, esta descripción lo identificará.
¿Por qué un hombre se comporta de esta manera? Si cientos de veces
ha experimentado que una copa significa otra caída con todos los
sufrimientos y humillaciones que la acompañan, ¿por qué vuelve a
beber? ¿Por qué no puede mantenerse sin beber? ¿Qué ha hecho del
sentido común y de su voluntad, que en circunstancias diversas aún
demuestra poseer?

Quizás nunca habrá respuesta a estas preguntas. Las opiniones varían
de modo considerable cuando se trata de explicar por qué los alcohólicos
reaccionan en forma diferente a las personas normales.
Nosotros no sabemos por qué, pero sí sabemos que cuando el alcohólico
ha traspasado una cierta etapa, muy poco se puede hacer por él. No
podemos aún resolver este enigma.
Sabemos que el alcohólico que se abstiene de beber y esta abstinencia
puede bien durar varios meses, o años tiene un comportamiento parecido
a aquél de un hombre normal. Afirmamos categóricamente que si este
bebedor toca de nuevo el alcohol, un fenómeno físico y mental se
desarrolla, mismo que lo hace virtualmente incapaz de detenerse. Todos
los alcohólicos que han experimentado esto no podrán más que
confirmar lo anterior.
Las observaciones precedentes serían vanas y puramente teóricas si
nuestro hombre no tomara nunca esa primera copa que desencadena el
ciclo infernal del que hablamos. Esto nos lleva a creer que se trata de un
problema de orden psíquico más que físico. Si se le pregunta qué lo llevó
a beber y a su última borrachera, presentará cien motivos de uno y otro
tipo. Puede ocurrir que alguna de las excusas aparezca aceptable, pero
en realidad ninguna es plausible ante el desastre que crea la juerga de
un alcohólico. Las razones invocadas por el alcohólico se parecen a
aquéllas del hombre que se golpeara la cabeza a golpes de martillo para
ya no sentir el dolor de cabeza. Si usted le hace observar a un alcohólico
lo absurdo de su razonamiento, éste se burlará o se irritará y se negará a
hablar.
De vez en cuando podrá decir la verdad. Por extraño que pueda parecer,
él no sabe más que usted y yo el motivo que lo empujó a tomar esa
primera copa. Ciertos bebedores presentan justificaciones de las cuales
algunas veces están satisfechos. Pero en el fondo de ellos mismos no
saben por qué beben de esa manera. Una vez que son dominados por
este mal, les sobreviene el aturdimiento. Queda entonces la idea fija de
que algún día se van a curar y, por otra parte, sienten que ya han perdido
la partida.
Pocas personas se dan cuenta hasta qué punto esto es verdadero. La
familia y los amigos del alcohólico sienten vagamente que éste es
anormal, pero cada uno espera el día en que el enfermo despierte de su
letargo y ejerza su fuerza de voluntad.
La verdad y esta es trágica es que si se trata de un verdadero alcohólico,
ese día puede ser que no llegue jamás. Ha perdido, en

efecto, el control de su situación. Llegado a un cierto punto, el alcohólico
cae en un estado en el que aun su más fuerte deseo por dejar de beber
es totalmente en vano. Esta terrible situación existe en la mayor parte de
los casos, mucho antes de que sea descubierta.
El motivo es que la mayoría de los alcohólicos, por razones aún oscuras,
hemos perdido la libertad de elegir ante el alcohol; aquello que nosotros
llamamos fuerza de voluntad ya no existe más. A veces somos incapaces
de recordar suficientemente los sufrimientos y la humillación sufridas un
mes o aun una semana antes. Estamos sin defensa alguna ante la
primera copa.
Las consecuencias casi ciertas que van a seguir después de beber aun
un solo vaso de cerveza no llegan a nuestra mente para detenernos. Si
ocurren estos pensamientos, los mismos son vagos y prontamente son
suplantados con la gastada idea de que esta vez sí nos vamos a manejar
como las demás personas. El instinto que hace, por ejemplo, que uno se
cuide de tocar una parrilla ardiendo se nos ausente totalmente.
Esta vez no voy a quemarme, así que ¡salud!", se convence el alcohólico
en la forma más natural de mundo. O quizás no piensa en absoluto.
Cuántas veces, después de haber bebido una copa en forma distraída,
no nos hemos preguntado, a la tercera o cuarta : ¿Por el amor de Dios,
cómo he podido iniciar de nuevo?" Para después decirnos en seguida:
Nada más voy a tomar hasta la sexta," o también: De cualquier modo, no
sirve de nada el intentar dejar de beber."
Cuando esta manera de pensar se ha fijado bien en la mente del bebedor
alcohólico, todo auxilio humano probablemente será inútil, y el enfermo
morirá o irá perdiendo gradualmente la razón, a menos que se le confine.
Estos hechos, desagradables y brutales, han sido confirmados por
legiones de alcohólicos en el curso de la historia. Si no fuera por la gracia
de Dios, estaríamos contando miles de ejemplos como éste. Hay tantos
bebedores que quieren parar de beber, pero que no pueden hacerlo.
Hay una solución. A la mayoría de nosotros no nos gustaba la idea de
hacer nuestro inventario, de caminar sobre nuestro amor propio, de
admitir nuestras deficiencias, todas estas cosas necesarias para que el
proceso de recuperación tuviese un éxito pleno. Pero vimos que esto
había funcionado realmente con otros y llegamos a creer que la vida, tal
como la vivíamos, era inútil y sin esperanza. Eso es porque, una vez que
fuimos informados por aquéllos que habían solucionado su problema de
alcohol, no nos quedaba nada más que hacer sino recoger el juego de
herramientas espirituales puesto a nuestros pies. Descubrimos, por así
decirlo, el paraíso y fuimos propulsados hacia una cuarta dimensión de la
existencia, como jamás la hubiéramos podido imaginar.

El hecho importante consiste simplemente en esto: Tuvimos y conocimos
una experiencia espiritual profunda y eficaz que revolucionó nuestra
actitud hacia la vida, hacia nuestro prójimo y todo lo que concierne a
Dios. Aquello que ocupa el centro de nuestra vida de hoy es la absoluta
certeza de que nuestro creador ha entrado en nuestros corazones y
nuestras vidas de un modo milagroso. Ha empezado a realizar aquellas
cosas que no pudimos hacer nosotros mismos.
Si usted es un alcohólico tan gravemente enfermo como lo estuvimos
nosotros, creemos que no hay medidas parciales si desea solucionar su
problema. Nosotros estábamos en el punto en que la vida era imposible
vivirla, y si nosotros habíamos pasado a la región de la cual ya no hay
regreso a través de la ayuda humana, no teníamos más que dos
alternativas: Una era seguir hasta el amargo final, destruyendo la
conciencia de nuestra intolerable situación lo mejor que pudiésemos; y la
otra, aceptar ayuda espiritual. Hicimos esto último porque honestamente
lo queríamos y estuvimos dispuestos a hacer el esfuerzo.
He aquí la historia de un hombre de negocios americano, muy
reconocido por su talento, su juicio y su fuerte personalidad, que andaba
de un psiquiátrico a otro. Había consultado a los más reconocidos
psiquiatras americanos. Después se fue a Europa, poniéndose al cuidado
de un célebre médico. Aunque la experiencia lo había hecho escéptico, al
final de su tratamiento mostraba una fe inusitada. Su estado mental y
físico eran óptimos. Sobre todo, él creía haber adquirido un conocimiento
tan profundo de los mecanismos psicológicos de su mente, así como de
sus activadores ocultos, que una recaída era impensable. A pesar de
todo, comenzó a beber después de cierto tiempo. Lo más desconcertante
era que no encontraba alguna explicación satisfactoria a su recaída.
Regresó a ver al célebre médico, a quien admiraba mucho, y le pidió que
le dijera claramente por qué no podía sanar. Deseaba, sobre todo, tener
control de sí mismo. Parecía totalmente racional y bien equilibrado frente
a otros problemas. Y, sin embargo, no podía controlarse ante el alcohol.
¿Cómo explicar eso?
Le suplicó al médico que le dijera toda la verdad, y lo escuchó. Según el
medico, su caso era absolutamente desesperado; jamás reencontraría su
lugar en la sociedad y, si vivía muchos años, debería internarse o
contratar los servicios de un guardaespaldas. Así se expresaba el
renombrado médico.
Pero este hombre aún está vivo y, además, es libre. No está confinado y
tampoco necesita a un guardaespaldas. Puede ir adonde acuden los
hombres libres, y sin peligro, con la condición de que acepte adoptar una
determinada actitud.

Algunos de nuestros lectores alcohólicos pudieran creer que son capaces
de librarse sin una ayuda espiritual. Les presentamos aquí la
conversación entre nuestro amigo y su médico :
Su modo de razonar es típico de un alcohólico crónico. Hasta donde sé,
ninguna persona afectada como usted lo está, jamás se ha restablecido.
Nuestro amigo tuvo la impresión de que las puertas del infierno se
cerraban inexorablemente a sus espaldas. Le dijo al médico :
¿Y no hay ninguna excepción?"
Sí le respondió el doctor . Ha habido excepciones en el pasado, se habla
a veces de excepciones en casos como el de usted. De tiempo en
tiempo, los alcohólicos han vivido lo que se llama una experiencia
espiritual vital. Yo considero estos hechos como fenómenos. Se les
podría catalogar como grandes transferencias y transformaciones de
orden emocional. Las ideas, las emociones y las actitudes de estas
personas son repentinamente hechas a un lado para dejar lugar a un
conjunto de concepciones y principios enteramente nuevos que de ahí en
adelante las dominará. De hecho, yo he tratado de provocar en usted
este tipo de transformación emocional. Mis métodos han tenido éxito con
muchas personas, pero jamás han dado resultados en un caso como el
suyo.
Estas palabras tranquilizaron un poco a nuestro amigo, quien era, desde
luego, un hombre fiel a la iglesia, se decía para sí. Su esperanza se
desvaneció en cuanto el médico le afirmó que a pesar de la calidad de
sus convicciones religiosas, éstas en su caso no podrían dar lugar a la
experiencia espiritual que podría sanarlo.
He ahí en qué terrible situación se encontraba nuestro amigo cuando
vivió la experiencia extraordinaria que, como lo hemos dicho, hizo de él
un hombre libre.
Por nuestra parte, nosotros buscamos el mismo resultado, con la energía
desesperada de aquél que se va ahogar. Y aquello que en el inicio
semejaba ser una pequeña vara hueca de la cual asirse, resultó ser la
mano de Dios. Nos fue dada una vida nueva o, si se prefiere, un modo de
vida". El cual es verdaderamente eficaz para nosotros.
El célebre psicólogo americano William James, en su libro Variedades de
la Experiencia Religiosa", expone una multitud de formas en que el ser
humano ha descubierto a Dios. Por parte nuestra, no hay ningún deseo
de convencer a nadie de que sólo haya un camino con el cual encontrar
la fe. Si lo que nosotros hemos aprendido, experimentado y visto significó
algo, es que todos nosotros, de cualquier raza, credo o color, somos los

hijos de un Creador vivo con quien podemos establecer una relación
hecha de simplicidad y de comprensión, siempre que queramos intentar
hacerlo honestamente. Aquéllos que pertenezcan a una religión no
encontrarán nada que vaya contra sus convicciones o su culto. No existe
ninguna fricción entre nosotros por estas cuestiones.
Creemos que la pertenencia de nuestros miembros a cualquier grupo
religioso, no nos concierne a nosotros. Para nosotros, la práctica
religiosa es un asunto enteramente personal que cada quien debe
regular a la luz de sus afiliaciones pasadas o de su selección actual.
Además, no todos nuestros miembros se han unido a grupos religiosos,
pero la mayoría ve con simpatía dicha membresía.
En el capítulo siguiente describimos el alcoholismo tal como lo
comprendemos. Después viene un capítulo dedicado a los agnósticos.
Entre nuestros miembros hay varias personas que una vez lo fueron. De
manera sorprendente, encontramos que dichas convicciones no
representan un obstáculo serio para una experiencia espiritual.
Más adelante explicamos muy claramente cómo hemos podido
restablecernos. Vienen enseguida una serie de testimonios personales.
Cada alcohólico relata en ellos, con sus propias palabras y según su
punto de vista, la forma en que se puso en contacto con Dios. Los
autores de estos relatos son representativos de nuestros miembros y dan
una descripción fiel de lo que ocurrió en la vida de cada uno de ellos.
Esperamos que estas revelaciones íntimas no sean consideradas de mal
gusto. Es nuestro deseo más grande que muchos alcohólicos, hombres y
mujeres, lean estas páginas; estamos firmemente convencidos de que,
solamente revelándonos nosotros mismos con nuestros problemas, los
persuadiremos para que digan : Si, yo soy como ellos; necesito obtener
lo que ellos ya tienen ."

CAPITULO III: MAS ACERCA DEL ALCOHOLISMO

La mayoría de nosotros rechazaba admitir que éramos verdaderos
alcohólicos. En efecto, no es agradable para nadie pensar que
mentalmente y físicamente se es diferente a los demás. No es entonces
de extrañar que nuestras vidas de bebedores hayan estado marcadas
por innumerables e inútiles tentativas para demostrar que podíamos
beber como todo el mundo. Ésta es la gran obsesión de todo bebedor
anormal : la idea de que algún día y él no sabe cómo llegará a beber
razonablemente y a encontrar placer al hacerlo. Es asombroso constatar

hasta qué punto puede persistir esta ilusión. Son muchos los que se
aferraron a ella hasta las puertas de la locura o de la muerte.
Aprendimos a aceptar, hasta lo más profundo de nuestro ser, que
éramos alcohólicos. Éste era el primer paso a tomar si queríamos
liberarnos. La ilusión de que somos como los demás o que alguna día lo
llegaremos a ser debe disiparse de inmediato.
Nosotros, hombres y mujeres alcohólicos, hemos perdido la facultad de
controlarnos ante el alcohol. Sabemos que un alcohólico verdadero
jamás encuentra este control. Claro que sí, todos nosotros tuvimos, en un
momento determinado, la impresión de que nos reponíamos. Pero estos
respiros, generalmente cortos, eran seguidos por una impotencia todavía
más grande que traía un abatimiento lastimoso e incomprensible.
Estamos convencidos de que los alcohólicos de nuestra categoría somos
presa de una enfermedad progresiva. A la larga, nuestro estado se
agrava sin cesar, jamás se mejora.
El alcohólico es como el inválido que no tiene ya piernas: jamás las va a
recuperar. No parece existir ningún tratamiento capaz de transformar en
seres normales a los alcohólicos como nosotros. Hemos probado todos
los remedios posibles, y a veces algunos nos han dado un momento de
respiro. Mas siempre les seguía la aparición de un estado aun más grave
que los anteriores. Los médicos que conocen el alcoholismo están de
acuerdo en que es imposible para un alcohólico convertirse en un
bebedor normal. Quizás algún día la ciencia aporte tal remedio, pero
hasta ahora esto no es posible.
A pesar de lo que podamos decir, numerosos son los verdaderos
alcohólicos que no creen pertenecer a esta categoría. Ellos se dejan
llevar por una esperanza engañosa y tratan por todos los medios de
demostrarse que son las excepciones a la regla y que son, por
consiguiente, bebedores normales. Estamos dispuestos a quitarnos el
sombrero ante la persona que, habiendo demostrado una sola vez que
era incapaz de controlar el alcohol, pudiese posteriormente consumirlo
de manera normal. Sólo Dios sabe los numerosos y pacientes esfuerzos
que hemos hecho por intentar beber ¡ como todo el mundo !
He aquí algunos de los métodos que intentamos: Beber solamente
cerveza; limitar el numero de copas; nunca beber solos; nunca beber por
las mañanas; beber solamente en nuestra casa; no tener alcohol en
casa; no beber durante las horas de trabajo; beber solamente en
compromisos sociales; cambiar de whisky a brandy; beber solamente
vino; estar de acuerdo en presentar nuestra renuncia si llegábamos a
emborracharnos en el trabajo; salir de viaje; dejar de salir de viaje; jurar o
simplemente prometer que no volveríamos a beber; hacer más ejercicio
físico; leer obras literarias adecuadas para encontrar

motivación; pasar algún tiempo en una finca de reposo en el campo o en
alguna clínica; estar de acuerdo en recibir tratamiento psiquiátrico. La
lista podría aumentarse hasta el infinito.
No nos gusta declarar que una persona es alcohólica; usted mismo
puede elaborar su propio diagnóstico:
Entre al bar más cercano y vea si puede beber razonablemente.
Asimismo, ensaye beber y detenerse súbitamente. Repita el experimento
varias veces. Pronto sabrá a qué atenerse si es honesto consigo mismo.
Quizás valga la pena arriesgarse a padecer un brutal acceso de
temblores, con tal de saber con seguridad cuál es nuestro estado.
Aunque no estemos en condiciones de comprobarlo, creemos que la
mayoría de nosotros habríamos podido poner fin a nuestro mal hábito
desde el principio. Sin embargo, pocos alcohólicos desean
verdaderamente dejar de beber cuando aún es tiempo. Hemos tomado
algunos casos de individuos que, a pesar de la manifestación indudable
de todos los signos de alcoholismo, tuvieron éxito al no beber durante
mucho tiempo gracias a un poderoso deseo de dejar de hacerlo. Les
damos aquí un ejemplo:
Un hombre de treinta años se emborrachaba mucho y muy seguido. Por
las mañanas se sentía excesivamente nervioso e intentaba calmarse
bebiendo otra vez alcohol. Además deseaba ardientemente triunfar en
los negocios, pero se daba cuenta de que no lograría nada bueno
mientras hiciera contacto con el alcohol, pues, una vez que empezaba a
beber, ya no podía detenerse. Tomó entonces la decisión de no tomar ni
una sola gota de alcohol hasta que hubiese triunfado en la vida y viviera
retirado de los negocios. Con una fuerza excepcional, este hombre
permaneció perfectamente abstemio durante veinticinco años y, después
de haber triunfado en el mundo de los negocios, se retiró a los cincuenta
y cinco. Como casi todos los alcohólicos, cometió el error de creer que,
en razón de su larga abstinencia y de su disciplina personal, podría beber
como los demás. Se puso sus pantuflas y abrió una botella. Dos meses
más tarde llegó a un hospital confundido y humillado. Durante algún
tiempo hizo esfuerzos para regular su modo de beber, al tiempo que se
internaba varias veces en el hospital. Poco después, reuniendo todo el
coraje de que era capaz, intentó cesar de beber completamente, sólo
para descubrir que no podía. Sin fijarse en gastos, consiguió todos los
medios posibles para combatir su hábito; pero todas sus tentativas
fracasaron. De complexión robusta en su retiro, su físico decayó
gravemente y murió cuatro años más tarde.
Hay en esta historia una lección importante. La mayoría de nosotros
creímos que, no bebiendo durante un buen tiempo, podríamos enseguida
beber normalmente. Pero aquí está un hombre que, a los cincuenta y

cinco años, se encontraba en el punto exacto en que estaba a los treinta.
Vimos demostrada una vez más esta verdad : Una vez alcohólico,
alcohólico para siempre." Cuando, después de un período de
abstinencia, regresamos al alcohol, estamos en el mismo estado grave
que antes. Si queremos renunciar a beber, debemos hacerlo sin ninguna
reserva, sin acariciar la sutil esperanza de estar algún día inmunizados
contra el alcohol.
Quienes son jóvenes pueden llegar a creer, a partir de la experiencia de
este hombre, que pueden detenerse, como él lo hizo, por medio de la
sola voluntad. Dudamos mucho que puedan tener éxito, ya que no lo
desean firmemente. A causa de la particular deformación mental del
alcohólico, ninguno tendrá éxito. Un gran número de miembros de
nuestra agrupación, personas de treinta años o menos, habían bebido
sólo durante unos pocos años; sin embargo, se encontraron tan
desprotegidos como aquéllos que habían bebido durante veinte años.
No es necesario haber bebido mucho tiempo ni haber ingerido las
mismas cantidades de alcohol que nosotros para estar gravemente
afectado. Esto es particularmente cierto para las mujeres. Las mujeres
del tipo alcohólico son a menudo atacadas por la enfermedad de manera
súbita y llegan al punto de no retorno en pocos años. Ciertos bebedores,
que se sentirían insultados por ser considerados como alcohólicos, se
asombran de su incapacidad para cesar su consumo de alcohol.
Nosotros, que estamos familiarizados con los síntomas de esta
enfermedad, encontramos que entre los jóvenes hay un gran número de
alcohólicos potenciales, por donde quiera que los observemos. Pero...
¡trate usted de que ellos se den cuenta!
Al lanzar una mirada al pasado, nos parece que seguimos bebiendo
mucho tiempo después de que pasamos el punto donde pudimos parar
sólo con nuestra voluntad. A aquél que se pregunte si ya franqueó ese
límite, nosotros le sugerimos que ensaye abstenerse de alcohol durante
un año. Si es un alcohólico verdadero y su alcoholismo está muy
avanzado, tiene pocas probabilidades de tener éxito. En los primeros
tiempos en que empezamos a beber, todas las veces teníamos éxito en
no beber alcohol por un año o más; después nos convertimos en
bebedores crónicos. Aunque, si una persona puede dejar de beber por
un corto tiempo, puede ser ya un alcohólico potencial. Estamos
convencidos de que será poco probable que aquéllos a quienes les
interese este libro puedan dejar de beber durante un año. Algunos de
ellos estarán ebrios al día siguiente de que tomen esa resolución; la
mayoría beberá en las siguientes semanas.
Aquéllos que son incapaces de beber moderadamente, se preguntarán
cómo podrían de dejar de hacerlo completamente. Damos por
descontado, desde luego, que el lector desea dejar de beber. Para saber

si alguien puede hacerlo sin una ayuda espiritual, es necesario saber
hasta qué punto ha perdido la capacidad de elegir si va a continuar o no
bebiendo. Fuimos muchos los que pensábamos que teníamos la fuerza
de carácter necesaria para poder hacerlo. Sentíamos la necesidad
absoluta de renunciar al alcohol para siempre. Y, sin embargo, nos fue
imposible hacerlo. El alcoholismo, ahora lo sabemos, posee esta
característica desconcertante, tal como la conocemos nosotros: no se le
puede dejar, no importa lo grande de la necesidad o el deseo.
Entonces, ¿qué debemos hacer para ayudar a nuestros lectores a
determinar por sí solos, y por su propio interés, si son de los nuestros? El
tratar de renunciar al alcohol durante un cierto tiempo es útil; sin
embargo, creemos tener un medio mejor para ayudar a aquéllos que
sufren de alcoholismo y, quizá también, a los médicos. Por esto vamos a
describir algunos de los estados mentales que preceden a una recaída,
pues es evidente que es ahí donde está el fondo del problema.
¿Qué pasa en la cabeza de un alcohólico que repite y repite la
experiencia fatal de la primera copa? Sus amigos que intentaron hacerlo
razonar después de una borrachera que lo ha llevado casi al borde del
divorcio o de la quiebra, se quedan siempre desconcertados al verlo
tomar de nuevo el camino al bar. ¿Qué hace? ¿En qué piensa?
Nuestro primer ejemplo es el de un hombre al que llamaremos Jim.
Además de tener una esposa y unos hijos encantadores, Jim heredó una
exitosa concesionaria de automóviles y su pasado como soldado de la
Primera Guerra Mundial es de lo mejor. Tiene éxito en las ventas. Goza
de la estima de todos. Hasta donde se le puede juzgar, es un hombre
inteligente, pero de carácter nervioso. Estuvo abstemio hasta la edad de
treinta y cinco años. Al paso de pocos años, sus excesos de alcohol lo
hicieron violento hasta el punto que se le tuvo que internar. A su salida
del psiquiátrico, se puso en contacto con nosotros.
Le participamos lo que sabíamos del alcoholismo y de la solución que
habíamos encontrado. Él decidió intentar. Se volvió a unir a su familia y
obtuvo un puesto de vendedor en la empresa que él había perdido a
causa del alcohol. Todo marchó bien por un cierto tiempo; sin embargo,
él no hizo nada por enriquecer su vida espiritual. Con todo su asombro,
se emborrachó seis veces en poco tiempo. Después de cada una de
estas recaídas, nosotros trabajábamos con él, tratando de investigar qué
había ocurrido. Reconoció que realmente era alcohólico y que su estado
era grave. Sabía que lo esperaba otra curación en el hospital psiquiátrico,
si hubiese continuado. Además, perdería a su familia, por la que sentía
tanto afecto.
A pesar de todo, volvió a beber. Le pedimos que nos relatara
exactamente como habían ocurrido las cosas. He aquí su relato: Me

presenté a trabajar el martes por la mañana. Recuerdo que estaba en un
estado de irritación debido a la idea de que no era más que un vendedor
del negocio que antes me había pertenecido. Tuve una diferencia con el
dueño, pero nada serio. Enseguida decidí visitar a uno de mis clientes
que vivía en el campo y que quizás se interesaría en comprar un coche
nuevo. Durante el trayecto, y debido a que sentía hambre, me detuve en
un restaurante donde también había un bar. No tenía ninguna intención
de beber. Quería comer sólo un emparedado. Medité en que quizás
podría encontrar ahí a algún otro cliente conocido, pues frecuentaba esta
clase de lugares desde hacía varios años. Había ido a ese lugar por
varios meses, desde que dejé de beber. Me senté en una mesa y pedí un
emparedado y un vaso de leche. Hasta ese momento no llegó a mi
mente la idea de beber. Pedí otro emparedado y decidí tomar otro vaso
de leche.
Repentinamente me pasó por la cabeza la idea de que si le pusiera un
dedal de whisky a mi leche, no me haría daño, ya que tenía el estómago
lleno. Ordené el whisky y se lo añadí a la leche. Tuve la vaga idea de que
no estaba siendo prudente, pero me tranquilizó el estar tomando el
whisky con el estómago lleno. La cosa iba tan bien que ordené otro
whisky, que naturalmente vacié en otro vaso de leche. Como me parecía
que no me hacía mal, pedí otro.
Fue así como Jim tuvo que irse de nuevo al hospital. Aquí estaba la
amenaza de internarlo, de perder su trabajo, su familia; y ya no digamos
los sufrimientos morales y físicos que el alcohol siempre le causaba. Que
estaba bien informado sobre su condición de alcohólico, lo estaba. No
obstante, todas las razones que tenía para no beber fueron fácilmente
descartadas con la idea insensata de que podría tomar whisky sin
peligro, ¡nada más si lo mezclaba con leche!
Como quiera que se le llame, no importa. Para nosotros, ésa es locura,
simple y llanamente. ¿Cómo podríamos llamar de otra manera a una falta
de juicio tal, a una falta de pensamiento tal?
Quizás crea usted que se trata de un caso extremo. Para nosotros es
algo común, ya que esta manera de pensar ha sido característica en
cada uno de nosotros. Hemos reflexionado acerca de estos hechos más
de lo que Jim lo hizo. Pero nosotros éramos siempre las víctimas de un
curioso fenómeno mental: paralelamente a nuestros argumentos
sensatos, algunos pretextos tan aberrantes como ridículos se nos ponían
enfrente para justificarnos al tomar la primera copa. Todos nuestros
demás razonamientos no bastaban para parar de beber. Estas ideas
insanas siempre triunfaban. Al día siguiente nos preguntábamos, con
toda sinceridad y honestidad, cómo había podido suceder todo eso.

En otras circunstancias, deliberadamente nos emborrachamos, creyendo
estar justificados por los nervios, la cólera, la inquietud, la depresión, los
celos o algún otro sentimiento de este género. Pero, aun en esta clase de
inicio, debemos aceptar que a esta justificación le faltaba cualquier base
razonable, desde el momento en que todo terminaba de ese modo. Nos
dábamos cuenta ahora de que, aun cuando comenzábamos a beber
deliberadamente, y no en forma fortuita, no habíamos reflexionado
seriamente en las enormes consecuencias que iban a resultar.
Nuestra forma de comportarnos ante la primera copa es tan absurda e
incomprensible como la de aquél que acostumbra atravesar la calle
cuando hay un tráfico incesante. Buscando emociones fuertes, le
encanta esquivar a los coches. Y a pesar de las advertencias de sus
amigos bien intencionados, se divierte con este jueguito durante años.
Hasta este punto, él pasa como un individuo loco con ideas muy extrañas
sobre cómo divertirse. Pero un día la suerte lo abandona y se lastima
ligeramente varias veces consecutivas. Una persona normal dejaría a un
lado esta peligrosa manía. Pero ahí lo tenemos, atropellado nuevamente
por un vehículo, mas esta vez le fracturaron el cráneo. En el curso de la
siguiente semana, al salir del hospital, un tranvía le rompe un brazo. Él le
dice a usted que ha resuelto no volver a lanzarse jamás al arroyo de la
calle, pero, al cabo de unas semanas, lo encontramos con las dos
piernas fracturadas.
Y por años y años continúa comportándose así prometiendo
continuamente que será prudente y que ya no volverá a atravesar la
calle. Finalmente, ya no puede volver a trabajar. Su esposa se divorcia
de él y nuestro amigo se convierte en el hazmerreír de todos. Intenta
todas las soluciones para quitar de su mente esta manía. Se hace
internar en un hospital psiquiátrico, con la esperanza de salir curado.
Pero el día en que deja el hospital, se precipita contra un camión de
bomberos que le rompe la columna. Es necesario estar loco para actuar
de este modo, ¿no cree usted ?
¿Considera usted que este ejemplo es demasiado exagerado o casi
ridículo? ¿Le parece así? Nosotros, que hemos pasado por duras
pruebas, estamos obligados a admitir que se podría contar la misma
historia, sustituyendo esta pasión por el peligro con el hábito de beber. La
narración nos describiría exactamente. A pesar de todo lo expertos e
inteligentes que podamos ser en otros campos, por lo que respecta al
alcohol somos personas que nos comportamos verdaderamente como
seres afectados por locura. Es muy crudo hablar así, pero ¿no es cierto?
Algunos de ustedes pensarán: Sí, eso que nos dice es verdad, pero no
se aplica enteramente a nuestro caso. Estamos de acuerdo en que
presentamos algunos de esos síntomas, mas no hemos llegado a los
extremos de ustedes y hay pocas probabilidades de que nos ocurra igual,

pues luego de oír lo que se nos ha contado, hemos entendido muy bien
el peligro de nuestra situación y no vamos a exponernos a que esas
cosas nos ocurran. El alcohol no nos ha hecho perder todo en la vida y,
además, no tenemos la intención de llegar hasta ese punto. ¡Gracias por
la información!"
Este razonamiento es válido para ciertas personas que no sean
alcohólicas y que, aunque beban desordenadamente, pueden parar de
beber o disminuir la cantidad de alcohol, debido a que sus mentes y su
físico no se han dañado tanto como ha ocurrido con nosotros. Pero el
verdadero alcohólico, o aquél que está por serlo, sin excepción será
absolutamente incapaz de cesar de beber por el simple hecho de que
tenga un cierto conocimiento de sí mismo. Queremos insistir en este
punto una y otra vez para que pueda entrar en la cabeza de nuestros
lectores alcohólicos, ya que esta verdad la hemos aprendido pagando al
precio de crueles experiencias. Pasemos ahora a otro caso.
Fred es socio de una importante firma de contadores públicos. Sus
ingresos son muy altos, posee una bella casa. Es feliz en su matrimonio
y sus hijos estudian una carrera prometedora en la universidad. Es una
persona tan agradable que tiene amistades por doquier. Fred es el
perfecto ejemplo del hombre de negocios que ha triunfado. Da la
impresión de ser estable, bien equilibrado. Sin embargo, es alcohólico.
Conocimos a Fred hace uno año en el hospital donde se recuperaba de
una crisis de convulsión alcohólica. Era la primera vez que le ocurría y se
sentía muy avergonzado. Lejos, muy lejos de admitir que era un
alcohólico, decía que había llegado al hospital para atenderse de
agotamiento. El médico le hizo comprender en tono enérgico que su
enfermedad era más grave de lo que él pensaba. Durante algunos días,
esta noticia lo deprimió. Decidió renunciar completamente al alcohol.
Jamás le llegó a su mente que, a pesar de su fuerza de carácter y su
posición social, no lo podría lograr. Fred no sólo se rehusó a reconocer
que era alcohólico, y hubiese estado aun menos dispuesto a aceptar una
solución espiritual a su problema. Le expusimos lo que sabíamos sobre
alcoholismo. Interesándose, reconoció que presentaba algunos de los
síntomas; pero estaba lejos de admitir que no iba a poder salir por sí
solo. Estaba seguro de que después de aquella experiencia humillante y
después de las nociones aprendidas al respecto, éstas bastarían para
mantenerlo a salvo por el resto de sus días. El conocimiento de sí mismo
resolvería su problema.
Por un cierto tiempo no tuvimos más noticias de Fred. Un día nos
enteramos de que había sido de nuevo hospitalizado. Esta vez padecía
severas convulsiones y prontamente dio instrucciones de que necesitaba
vernos. La historia que nos contó es una de las más instructivas, porque
habla de un hombre convencido de que debía dejar el alcohol, que había

dado pruebas de poseer un ingenio y una determinación extraordinarios
en todos sus actos y que no obstante estaba ahí, en una cama, postrado.
Escuchemos su historia: Me quedé muy impresionado por lo que ustedes
me habían dicho del alcoholismo y creía sinceramente que era imposible
que yo volviera a beber. Había tomado debida nota de sus advertencias
en cuanto se refiere a la locura súbita que se apodera de la mente ante la
primera copa; mas tenía la certeza, con todos los conocimientos
adquiridos, que eso no me podría ocurrir. Me decía que mi caso era
menos grave que el de ustedes; que tal como resolvía mis problemas
personales, yo triunfaría ahí donde ustedes habían fracasado. Me
parecía que tenía toda la razón en tener confianza y que bastaba tener
voluntad y mantenerme alerta.
Volví a mis negocios con aquel estado de ánimo y por un cierto tiempo
todo funcionó bien. No tenía ningún problema para rechazar el alcohol,
pero empecé a pensar que si no había exagerado la gravedad de mi
caso. Un día tuve que ir a Washington para presentar una información
contable a una oficina del gobierno. Tenía la oportunidad de viajar desde
que había cesado de beber: entonces no había nada de nuevo para mí
en ese viaje. Me sentía bien físicamente y no había tenido problemas
urgentes ni preocupaciones. Mi cita de negocios había sido todo un éxito.
Estaba contento y pensaba que mis socios también lo estarían. Un día
perfecto llegaba a su fin, no había nubes en el horizonte.
Fui a mi hotel y tranquilamente me cambié de ropa para la cena. Cuando
pasé el umbral del comedor me vino la idea de que podría acompañar
mis alimentos con unos cuantos cócteles. Esto fue todo y nada más.
Ordené entonces una bebida y mi cena. Después pedí que me trajeran
otra copa. Después de la cena decidí ir a pasear. A mi regreso al hotel
pensé que beber algo me haría bien antes de irme a la cama. Me dirigí al
bar y tomé una copa. Recuerdo haber bebido varias más esa noche y
muchas más la mañana siguiente. Tengo un recuerdo vago de haber
estado a bordo de un avión con destino a Nueva York y de haber
encontrado en el aeropuerto, ahí donde yo esperaba a mi esposa, a un
chofer de taxi simpático. El chofer me acompañó en mis idas y venidas
durante varios días. Me acuerdo muy poco de lo que dije o hice, o de
esos lugares a los que fui. Después llegué a esta estancia en el hospital
con sus terribles sufrimientos físicos y morales.
Una vez que estuve en condiciones de pensar, repasé cuidadosamente
esa noche en Washington. No sólo no me había cuidado, sino que no
resistí en absoluto beber esa primera copa. Esa vez no pensé en
absoluto en las consecuencias. Bebí esa primera copa con desenvoltura,
como si se tratase de un refresco de cola. Me acordé de inmediato de lo
que mis amigos de A. A. me habían dicho. Me habían prevenido que si
tenía el retorcimiento mental de un alcohólico, llegaría el día en que

volvería a beber. Me habían dicho también que si estaba a la defensiva,
algún día, bajo un banal pretexto, mis defensas iban a ceder. Y así fue.
Eso fue exactamente lo que ocurría, una y otra vez, pues todo lo que yo
había aprendido sobre el alcoholismo, no acudió a mi mente en esta
ocasión. A partir de ese momento lo supe: mi mente es alcohólica. Me di
cuenta de que la voluntad y el conocimiento de mí mismo no pueden
prestarme ningún auxilio en esos momentos extraños de la vida mental.
Nunca antes había podido comprender a las personas que decían que
algún problema las había doblegado. Entonces sí que los comprendí.
Fue un duro golpe.
Recibí la visita de dos miembros de Alcohólicos Anónimos. Sonriendo
algo que me molestó un poco me preguntaron si me reconocía como
alcohólico y si en verdad esta vez me daba por vencido. Respondí que sí
a ambas cosas. Me presentaron montañas de evidencias que
demostraban que el comportamiento alcohólico que había tenido en
Washington, era prácticamente incurable. Me citaron, por docenas, casos
similares al mío. Esta prueba acabó de extinguir la última chispa de
esperanza que me quedaba de salvarme por mí mismo.
Después me expusieron la solución espiritual y el programa de acción
que había tenido éxito con una docena de ellos. Aunque yo no practicaba
mi religión, encontré sus principios intelectualmente fáciles de asimilar.
Pero el programa de vida, así como era de razonable, lo encontraba muy
drástico. Veía, por ejemplo, que debería lanzar por la ventana tantas de
mis creencias fundamentales de toda la vida. No fue fácil. Sin embargo, a
partir del momento en que tomé la decisión de proseguir en este
programa, tuve la extraña sensación de haberme liberado de la condición
de alcohólico en la que antes me había encontrado. Los hechos lo iban a
demostrar.
Igual de importante fue el descubrimiento de que los principios
espirituales iban a solucionar todos mis problemas. Desde entonces se
me ha enseñado a vivir según un modo de vida infinitamente más
satisfactorio y, así lo espero, más útil que aquél de antaño. Mi vieja
manera de vivir no era ciertamente mala en sí, pero yo no cambiaría
ciertamente los mejores instantes del ayer por los peores de mi vida de
hoy. No regresaría jamás; aunque pudiese hacerlo. "
El testimonio de Fred es abundante en comentarios. Esperamos que su
ejemplo servirá a miles de personas como él. Fred no había sufrido más
que los primeros embates de la enfermedad. La mayoría de los
alcohólicos esperan a estar agonizantes antes de hacer algo para
solucionar su problema.
Numerosos son los médicos y psiquíatras que comparten nuestras ideas
sobre el alcoholismo. Uno que está asociado a un hospital conocido

mundialmente, le dijo recientemente a algunos de nosotros: En mi
opinión, tienen ustedes razón cuando dicen que el alcohólico medio está
enfermo de un mal generalmente incurable. En cuanto a ustedes dos, de
quienes he escuchado su historia, no me queda ninguna duda de que, de
no ser por una ayuda divina, ustedes no tenían la más leve esperanza. Si
me hubiesen pedido tratarlos en mi hospital, no los habría admitido, si me
hubiese sido posible hacer eso. Los enfermos como ustedes son
personas verdaderamente trágicas. Yo no soy muy religioso, pero tengo
un profundo respeto por su método, el cual busca curar el espíritu en
casos similares al suyo. En la mayoría de los casos no existe otra
solución."
Lo repetimos una vez más: El alcohólico, en ciertos periodos de su
existencia, no posee ninguna defensa mental contra la primera copa.
Salvo casos excepcionales, ni él ni ningún otro ser humano puede
proporcionarle los medios para defenderse. El auxilio debe venir de un
Poder Superior.